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FILÍPÍNAS

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v^ Sus s^ltesas lineales los Perenísimos (T'af antes de iLspana ©on sJT^lfonso y ©on ^uis de ©rleáns y J3orb6n.

EL AUTOR

II 111111!

FILIPINAS

(memorias de un herido)

por

RICARDO BURGUETE

Jeí Gietcito oóLiauol

BARCELONA

Casa Editorial Maucci, Mallorca, 226 y 228

BUENOS AYRES || MÉXICO

Maucci Herms. Cuyo 1070 || Maucci Herms. 1 .^ Relox 1

1902

ES PROPIEDAD DE LA CASA EDITORIAL MAUCCI

L pasear aquella mañana sobre cubierta alcancé á ver en la lejanía el man- chón que sobre la super- ficie tersa del mar señalaba, por nuestra banda de estribor, las is- las Baleares.

Navegaba á la sazón el « Alfon- so XIII» sobre un Mediterráneo dormido y terso, al cual no estre- mecía el más leve soplo. A núes tra altura no llegaba el beso de brisa de las costas ni el suspiro bienhechor arrancado á los golfos, en sus discretos rincones, por la audaz y laminera caricia de las aguas.

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8 RICARDO HURGUETE

Extendía el firmamento su limpidez azulada bajo un sol esplendoroso, y servíale de reverbero la dila- tada extensión de aquel mar que dormía, al presen- te, sus veleidades tormentosas y sus borrascas de Ótelo levantino en el enlazado trío de sus tres sulta- nas: Francia á la cabecera, España é Italia pegadas celosamente á sus costados.

Sobre sí, guarda aquel celoso, enlazando, en aque- llos días, con dulce y cariñoso abrazo, las islas favo- ritas de su serrallo: las Baleares, Córcega, Cerdeña, Sicilia, Candía y más á los pies Chipre, que mal avenida con los usos y costumbres de sus compañe- ras, duerme en un rincón su somnolencia oriental.

Navegando en derechura del canal de Suez, sólo alcanzamos á divisar las costas de Córcega y de Si- cilia, á menos distancia la segunda que la primera. Pero á las dos tan lejos las llevó de nuestros ojos la honestidad y el recato., que de Sicilia sólo pudimos divisar la preñez de sus montes, cuya enorme pan za destacaba en el firmamento la silueta prominen te del Etna.

Bandadas de gaviotas vinieron con interesada cor tesía á saludarnos al avecinar las costas y, después de cruzar el barco de uno á otro costado con curiosidad indiscreta, iban á desaparecer con raudos y sucesi- vos chapuzones en las aguas, allá lejos... en los con- fines del horizonte, donde las velas latinas de las innumerables lanchas pescadoras semejaban corree

¡la' guerra.!

ta fila de blancos avechuchos graves é inmóviles á nuestro paso, y absortos con la serenidad absorta y contagiosa del mar y del firmamento.

Caminábamos con un andar de catorce millas por

hora en demanda de Port Said para ganar el canal; primera etapa de nuestra ruta á Filipinas.

No era posible distraer la vista en las lejanías de la costa, cuya enorme distancia ante nosotros comía el sonido, el color y la forma.

La superficie uniforme y lisa de las aguas man-

10 RICARDO BURGÜETE

chóse dos ó tres veces con las parduscas velas de al- gún lanchón que la pesca aventuraba á milla ó mi lia y media de nuestra altura.

Su presencia bastaba para apiñar por largo rato el pasaje á una de las bandas.

Era un recurso de momento para matar el tedio que comenzaba á nacer en las apacibles horas de aquella travesía, y al que acrecentaba la enorme mu- chedumbre del pasaje.

El vapor, con ser uno de los más capaces de nues- tra Trasatlántica, llevaba abarrotadas las cámaras de primera y segunda.

En todos los camarotes, para dar cabida á los in- numerables pasajeros, se habían improvisado hteras y de tal modo, en combinación con la puerta, roba ban el espacio que les daba acceso, que era preciso llevar riguroso turno para descolgarse ó subir á aquellos estantes con honores de lecho.

Tan ceremoniosas fueron las relaciones con el mío y con tan ruin mezquindad se opuso á mi desenvol tura, que muy pronto dejé su incómodo servicio que además me imponía de antemano reverentes ante. salas y decidí acomodarme, para pasar las noches de la navegación, sobre uno de los bancos de cubierta. Ejemplo que tuvo imitadores en el resto de los via- jeros, y muy en breve el buen humor nos dio un ca- lificativo que el aburrimiento del pasaje acogió so-

¡LA guerra! 11

lazadamente y llevó de boca en boca: desde enton- ces fuimos los golfos de á bordo.

Terciada la manta en uno de los hombros, y lie vando en el brazo una almohada, nuestra aparición nocturna ante las tertulias de cubierta era acogida siempre con las mismas frases:

¡Ya suben los golfos!

Acabé por encontrar justísimo el calificativo de nuestra bohemia nocharniega, y entre las chirigotas de las tertulias que encontraba en el tránsito, iba invariablemente á engolfarme con mis mantas en un banco de listones que, á cambio de soportar sus asperezas, daba á mis miembros libre espacio para desenvolverse en toda suerte de extravagantes pos- turas.

Sobre aquella cama improvisada en la cubierta, al pie del puente del oficial de derrota, lugar sólo accesible á los generales que componían la expedi- ción, pasé las primeras noches de la travesía.

Noches melancólicas y suaves en que, abandona- do el cuerpo á la pereza y á la laxitud del día, falta la imaginación de impresiones cotidianas, revela el pensamiento los recuerdos almacenados en la obscu- ra cámara del olvido.

El numeroso pasaje velaba en diversos corros en- tre las once y las doce, hora en que empezaba el desfile del corro más nutrido: aquel que reclutaba en sus filas todo el elemento femenino que, por su ex-

12 RICARDO BURGUETE

iguo número, había sentido, desde la'primera noche la necesidad instintiva de agruparse.

Hasta mi yacente observatorio llegaban en oca- sión las alegres carcajadas de las contertulias y el murmullo del narrador que, al enmudecer de súbi- to, arraucaba explosiones de alegría.

Adormecidos los sentidos en los recuerdos del pasado ó en la trepidación cadenciosa de la hélice, abría los ojos, y á la luz de las escasas bombillas eléctricas, veía agitarse las rizosas cabezas femeni- nas que ahogaban en los pañuelos las risotadas rui- dosas que iban á morir entre encajes y batistas, con rumor semejante al blando chasquear de las aguas en los costados del buque.

Las noches extendían el firmamento tejido de sombras, y en su fondo escintilaban las innumera- bles estrellas con discretos parpadeos y guiños in- teligentes. Testigos mudos de los amores de aquel mar que, aun en su pereza somnolienta, abrazado á sus islas favoritas, besaba insaciablemente los cuer- pos enlazados de sus tres sultanas: Francia al Norte, España é Italia acostadas celosamente á sus cos- tados.

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II

Era el baldeo el principal enemigo de los golfos.

Apenas apuntaba la aurora como estrecha cinta metálica por Oriente, cuando la tripulación de ser- vicio dábase de mano y de escoba á barrer con furia sin límites, y entre rabiosos chorros de agua, todos los rincones de cubierta. Ni un solo escondrijo es- capaba á la investigación meticulosa del agua ó de la escoba.

Preciso era despertar en medio de las dulzuras de

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un sueño firme, y dirigirse, con inseguro paso de noctámbulo, en busca del saloncillo inmediato. Allí volvíase á reanudar el sueño en medio de las voces y de la infernal frotación de los baldeadores. Y tras breve espacio de tiempo, el necesario para que el carmín asomara en la faz sonriente de la aurora, despertaba á todos bruscamente la campanilla anunciando la primera misa del alba. Recogíamos los improvisados petates y con los párpados morte- cinos y cargados de sueño, que pronto se encarga- ban de despavesar las frescas emanaciones de la madera saturada de humedad, y las punzantes y acres brisas matutinas, asistíamos á aquella misa que madrugaba más que la devoción del pasaje. Mi- sa de los golfos, á la que el lugar y el momento prestaban misteriosa unción y virginal frescura, en medio del encanto risueño del alba del día, que, en- trando á chorros por las entreabiertas ventanas, ilu- minaba y hacía resaltar de lleno la deslumbradora blancura del alba del sacrificio.

Port-Said asomó á nuestros ojos en un bello ama- necer, el quinto de la navegación. íbamos á entrar en la cabecera del canal de Suez, obra magna, de la que fueron inspiradores el insigne conquistador Albuquerque y Duarte Galván, hasta que en nues- tro siglo realizó el pensamiento Lesseps.

Asienta Port-Said junto á la antigua Pelusa. Su aspecto, para el pasajero, es alegre y pintoresco, por-

¡LA guekraI 15

que contrasta notablemente con las tierras bajas y areniscas, en que está enclavada la ciudad.

Entramos en la boca del canal, y tomamos pues- to entre la larga fila de buques paralelos al muelle.

No había terminado la maniobra del amarre, cuando atracó á uno de los costados del «vapor» un inmenso lanchón, llevando, entre grandes pilas de hulla, una muchedumbre vocinglera y heterogénea, sucia, desarrapada y multicolor.

Con agilidad pasmosa y rapidez increíble, una avalancha de etiopes, de bereberes, de egipcios, gri- tando como en feroz abordaje, invadieron la cubier- ta, abriendo las compuertas de los costados; coloca- ron los andamiajes y dieron principio á la maniobra del suministro del carbón.

La curiosidad de los pasajeros hizo corro á respe- table distancia. Aquella invasión de harapientos que sudaban pringue, y en cuyo feroz semblante las negruras naturales de la piel ó las que el carbón adosaba abiertas por el sudor en costrones resque- brajados, hacían resaltar la blancura de los dien tes descubiertos á cada instante, por la mímica infatigable de los rostros y de las lenguas, que para cada frase escupían un raudal de sílabas y de soni- dos, amenazaba mancharlo todo; no ya con la huella de la que dejaban muestras á su paso, sino con el simple hedor que de pesado y fuerte no tar-

16 RICARDO BURGUETE

darían en condensar y convertir sus exhalaciones en roña y grasa.

Me asomé con pulcritud á una de las bordas. En el fondo del lanchón, un morazo, de barba apostóli- ca y de aspecto venerable y patriarcal, dirigía la maniobra. Cada vez que una faena exigía el con- curso de muchos, aunábase el esfuerzo de los traba- jadores con un canto cadencioso y jadeante que acababa en un grito grave, impulsor del esfuerzo mancomún. La operación de subir y bajar los hom- bres sobre los tablones inclinados que unían el lan- chón, se hacía con gran velocidad, y exigía prodi- gios de equilibrio.

En medio de un finísimo polvo negro que empe- zaba, á mascarse, aparecían doblados en el fondo de la lancha, y dando de mano á las palas para raer el carbón de los rincones, un enjambre de trabajadores con los más extraños atavíos, y los más diversos as- pectos: el jaique, el fez, el turbante, el sombrero, el pañuelo, el zaraguey y sobre todas estas prendas el distintivo común del andrajo.

La jota final de cada sílaba en la algarabía infer- nal de las frases hacía que éstas se semejaran á in- jurias; y de tal modo el manoteo de los locuaces interlocutores daba visos de verdad á esta creencia mía, que dos ó tres veces esperé ver acabar el tra- bajo en medio de una brutal y sangrienta batalla á paletazos.

¡LA guerraI 17

Entre los bereberes, egipcios y etiopes vi caras europeas, caras nuestras, caras que juraría conocer, y vino á mi imaginación, en tanto me decidía á ba- jar á tierra, el cuento de los dos aragoneses que via- jaban en ocasión semejante:

Cbico, ¿de dónde será ese salvaje que está ahí sacando carbón, y que lleva pañolico á la cabeza?

Paisano, y de Rielaba servirá Vdes.,— contestó complaciente y risueño el del lanchón, alzando la cabeza por sobre las de un grupo de etiopes.

Tres son los barrios de la cosmopolita ciudad de Port-Said: el Europeo, el Árabe y el Judío; pues el indígena indistintamente habita y se mezcla con ellos.

Fué preciso visitarlos á todo escape en coche, porque á la natural curiosidad, aguijoneaba prime- ro un enjambre de granujas, que hablando un origi- nal volapuk y ofreciendo sus servicios de cicerone, os cerraban el paso desde que desembarcabais, y segundo porque en la principal avenida del barrio Europeo, convertido en inmenso bazar, no era posi- ble dar con sosiego un paso en las aceras, sin que os saliera á él uno ó más dependientes de cada uno de los establecimientos, obligándoos á examinar sus mercancías.

Se os gritaba en francés, en español, en italiano, en ruso, en turco y se os aullaba al fin si no acce-

FTLIPINAS— 2

18 RICARDO BURGUETE

díais de buen grato á visitar el colmo de chuche- rías tan inútiles como costosas, que abarrotaban los establecimientos é inundaban los escaparates, rebo- sando por las puertas y acabando por herir la vista con un derroche tal de luz y de color, bajo el ar- diente sol de mediodía, que inundaba el desierto circunvecino, que á poco firme que tuvierais la ca- beza, entraba por los sentidos la borrachera de la feria; pero de una feria de delirio aullada en len- guas incomprensibles, y que exponía objetos sin forma, abrasados en irresistibles y rutilantes lla- mas.

Entré con varios combarcanos á refugiarme en un café anunciado pomposamente y situado en la planta principal de un vasto edificio.

En el fondo del salón desierto y ceremonioso, va- rias de cuyas mesas fuimos á ocupar, una orquesta femenina ejecutaba un alegre andante.

Europa entera tenía representación en el estrado de la música. Rubias, trigueñas, morenas, altas, ba- jas; inglesas, francesas, italianas, españolas, ale- manas, rusas: cada una de las naciones vivía en el fondo de los azules, de los negros, de los garzos ojos de sus representantes; y la querida tierruca de- jada para siempre al rapto de un huracán de mun- dana borrasca, vivía en el fondo de los ojos, dentro del marco de aquellas caras pintadas, de aquellos cabellos teñidos á flor de la piel, de aquellas pupilas

[LA guerra! 19

que iluminaban los manchones de las ojeras violá- ceas entre miradas de infinita tristeza y raudales luminosos mojados en lágrimas.

Bebí no se qué. Una mujer lánguida y enfermiza, apoyada en el brazo de una flacucha adolescente, acercóse á recoger propina á las mesas, á tiempo que la orquesta acometía una sonata tan sentimental, tan infinitamente triste, y en la que de tal modo se marcaban los sollozos y los balbuceos doloridos, que á punto estuvo de hacernos caer á todos de bruces y llorar en las mesas.

Huí de allí dispuesto á zafarme de la baraúnda de la calle en el primer coche que topara.

Hice mi primera incursión por el barrio árabe. La granujería del muelle voceaba y proseguía al al pie de los coches, y fué preciso que por dos ve- ces dos policemen negros, de majestuoso y estirado continente, la emprendieran á trallazos con el des- arrapado séquito.

El barrio Árabe, como el Hebreo, respira miseria por dentro y por fuera. Pero en éste la higiene obli- gaba á disimular á fuerza de agua, entre cuyo ba- rro se esconden de momento las inmundicias. Pró- ximamente creí atravesar un barrio de nuestros arrabales de Madrid en día de procesión.

Como en éstos, abundaban las tabernas á cada paso y dábanles distinto carácter los turbantes y jai- ques de los consumidores que, en mesas también

2U RICARDO BURGUETE

mugrientas, voceaban animados ó se adormecían so- litarios en los rincones fumando sus nargiléh.

A las puertas de las casas-tugurios, las comadres de todas edades formaban sus corrillos animados y ociosos, dejando al descubierto los ojos fisgones, y destacándose, entre los velos que cubrían el sem- blante, el anilloso canuto que oculta por completo la nariz.

La curiosidad por nuestra visita suspendía un punto las conversaciones y obligaba aún á las ma- dres más aseadas á suspender la prolija y sangrien- ta tarea de escachar piojos en las cabezas de su prole.

Recorrimos varias calles, todas semejantes. En una revuelta alcanzamos á divisar una esbelta mora no exenta de elegancia y gallardía, que recogía co- quetonamente sus faldas mostrándonos al descu- bierto unas piernas finísimas aprisionadas en me- dias negras, sujetas á la altura de las corvas por se- dosas ligas y puntiHas, y rematando en los pies que calzaban charolados zapatos bebé.

¡Chipre, la Chipre oriental contagiada por el lujo coquetón de sus compañeras!

Cuando llegamos á visitar la mezquita, larga fila de fieles vueltos á la Meca, saludaban con diversi- dad de posturas y genuflexiones.

Para entrar en el templo, nos obligaron á calzar unas enormes babuchas de esparto. Subimos la es-

¡LA guerraI 21

calinata que nos dio acceso á la mezquita. Nada tie- ne ésta de particular. Las paredes son blancas y adornadas con una franja de caprichosos azulejos. Un libro enorme escrito con caracteres árabes, mu- griento, roto y apoyado en un facistol, contiene, se- gún nos dijo el guía, versículos del Koran que leían

los rieles. Esto último lo juzgué dudoso, porque los es- casos creyentes que en aquellas horas contenía el el templo, más estaban en actitud de roncar el al- coholismo, que de leer el libróte. Y uno de ellos aca- ba de dar pruebas fehacientes, dejando en su jai- que y en el suelo una impresión que trascendía y que estaba muy en pugna, en color y en espíritu,

22 RICARDO HURGUETE

con la impresión garabateada y sabia de los ver- sículos mahometanos.

Recorrimos las calles principales. Salimos á los arrabales, y por entre casuchas pintadas de un car- mín tan rabioso como el que asomaba á las meji- llas de sus moradoras, tristes Mesalinas del hambre y del infortunio, fuimos á dar en los inmensos are- nales de las afueras por donde á la razón discurrían manadas de camellos que frotaban con bruscas pa- taletas sus jorobas en la calcinada arena, ó iban á refrescar en los charcos y en las fuentes sus tinosas y apolilladas lanas.

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Dos veces varó el buque al abordar el callejón del canal. Potente paletadas de la hélice nos sacaron del atolladero, después de revolver en su fondo las he- ces de un finísimo légamo que ennegreció las aguas.

Tiene el canal una anchura de sesenta metros por una profundidad de ocho con cincuenta centíme- tros.

Encendiéronse en el «Alfonso XIII» los proyec-

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tores eléctricos de proa y deslizábase el barco con andar suave y uniforme, en medio de la serenidad de la noche y á lo largo de la ruta que en el canal marcaban las boyas iluminadas con faroles verdes y rojos.

A grandes trechos, y coincidiendo con las estacio- nes del ferrocarril que por nuestra derecha bordea- ba el canal en dirección de Suez, abríanse en ense nadas, y entre las irradiaciones luminosas de poten- tes focos eléctricos, los apartaderos, estaciones de tránsito y de obligada espera que servían para re- gular el servicio del canal, accesible para un solo buque.

Acababa de tenderme en el banco de mi prefe- rencia. Un dejo de abrasado ^hamsím subía de los de- siertos arenales y hacía bochornosa la calma del es- pacio, tejido de tinieblas.

Procuré dormir. Aquella visita á Port-Said, que produjo en mis sentidos la impresión vertiginosa de un kaleidoscopio, ahuyentaba el sueño que con es- fuerzo inútil trataban de aprisionar mis párpados.

Los diversos corrillos de cubierta cambiaban im- presiones del día y destacábase por su locuacidad el de la asamblea femenina.

Entreabriendo los párpados, alcanzaba á ver los rizos y las suaves facciones de las pasajeras, asolea- das y teñidas de carmín por la agitación del día, formando en el claro-obscuro de la luz y la penum-

I LA guerra! '25

bra un alegre y movido grupo de cabezas que las bombillas eléctricas inundaban alternativamente, haciendo resaltar destellos de oro, rizos de un negro brillante ó retazos de cutis aterciopelado y suave.

El khamsim soplaba cálido, viniendo de las abra- sadas arenas, y parecía avivar las diminutas ascuas que chispeaban en el firmamento.

Llevé la imaginación muy lejos y la entretuve en sacar de mi infancia recuerdos de retazos bíblicos.

Por aquellos mismos ardientes arenales que iban á dilatarse hasta los confines de la sombra; bajo el mismo cielo que parecía avivar su lumbre con el soplo de los desiertos; en noches semejantes el pue- blo de Israel, bajo la dirección augusta de Moisés, vagó por espacio de largos días y de inacabables no- ches en busca de la tierra de Promisión.

El hambre y la sed pudo extinguirlas, en aque- llas jornadas errantes, la Providencia infinita, pues- ta al servicio de la varilla mágica del profeta. Lo que no pudo extinguir Moisés fueron los odios de la bestia, los apetitos carnales, las pasiones exal- tadas que hicieron presa en los amontonados cam- pamentos en noches de bochorno semejantes á aque- lla, cuando soplaba el khamsim y el estrellado firma- mento inhalaba de fuego las tinieblas. Por eso dio el decálogo en sus famosas tablas. Sabia ley cuyos diez preceptos intenté recordar, batallando con la somnolencia que me invadía.

"1 i RICARDO BURC4UETE

En el pugilato de mi mente, luchando con los primeros deliquios del sueño, creo que fué el sexto el que balbuceé entre dientes. Abrí sobresaltado los párpados. En el corro más numeroso reían solamen- te las rizosas cabezas, y me dormí dulcemente al arrullo de aquella risa y de la otra discreta é inex- tinguible que remedaban las aguas al rozar los cos- tados del buque.

Muy entrado el día, avecinamos el límite del ca- nal. Por ambas márgenes extendíanse los arenales mas allá de los confines del horizonte. Míseros ca- mellos y sucios conductores cruzaban los desiertos bajo un sol de fuego, en busca de los lejanos adua- res de tejas y de amarillo barro, enclavados en aquellas inmensas y parduscas llanuras que respi- raban la esterilidad y la muerte.

De la última estación de tránsito, un grupo de granujas, desnudos y del color del barro asoleado, nos siguió á lo largo del canal gritando desaforada- mente y desdoblando para correr, con pataleo de araña, unas piernas y unos brazos de una flaqueza inverosímil.

Suez apareció á nuestros ojos con la frescura de un oasis. Deslumbrante blancura ascendía por las azoteas, por los altos minaretes y por las torres del barrio árabe. Contrastaba todo el derroche de cal con la severidad coquetona de los chalets y edificios europeos que, entre anillos de parterres y vistosas

LA guerra! 27

plazoletas de multicolores jardines, daban asiento á diminutos bosques de acacias y de higueras salva- jes. Salpicaban la ciudad por todos sus costados la- berintos de airosas y gallardas palmeras, cuyos troncos se entrelazaban caprichosamente, formando sus copas desmayados ramilletes en los que ama- rilleaba el fruto.

Coincidiendo con nuestra llegada, perdíase á lo lejos el ferrocarril del Cairo (Maweel Kahirah), que humeaba en la vasta llanura, espantando á su paso una manada suelta de camellos.

Cerraban por el frente las peladas estribaciones de la cordillera arábiga que iba á mojar sus aride ees calcáreas y el cuarzo de sus rocas en el mar Rojo.

El cruce de este mar se hizo pesadísimo en medio de la serenidad ambiente de la navegación. En un principio la curiosidad evocó los sagrados recuerdos del pasaje bíblico: las aguas, apartándose para de- jar paso enjuto á los hijos de Israel. Pero á medida que las costas fueron esfumándose lejanas, y tras la distancia lleváronse los montes la silueta evoca- dora del Sinaí, perdió la leyenda interés y volvió á quedar sumida en las lejanías del olvido, sin que accidente alguno volviera á evocarla en la insipidez de aquellos días sin costas y sin etapas. El sol re- coma á diario la suya con la inquebrantable uni- formidad de su majestuosa indiferencia. Acostaba-

28 RICARDO BURGUETE

se -en África entre celajes de fuego para alzarse á diario arrebolado y risueño entre blanquecinas nu- bes de encajes, sobre las costas asiáticas: cuna in- mortal y siempre llena del género humano.

La isla de Peris obstruye en parte, al final del mar Rojo, la entrada en el golfo de Aden y le da acceso á lo largo de un estrecho canal.

Duerme Aden al amparo de una rocosa cordillera, y en el semáforo situado en una de sus estribacio- nes ondea la bandera británica. La población, as- cendiendo en gradería desde los bordes del mar, no ofrece nada de notable, fuera de los enormes aljibes que atesoran el agua para las grandes sequías, y la línea rojiza de cuarteles situados en la parte alta de la población y ocultos ó medio resguardados por obras de fortificación, que se delatan en el color de sus tierras removidas.

En medio de la bahía, bastante extensa, asoman á flor de agua los restos de un buque náufrago. Pró- ximos á él anclamos, y apenas terminó la maniobra, rodeó al buque una flota de piraguas navegadas por adolescentes salvajes semidesnudos y de diversas cataduras,

¡Ehl ¡ehoé! ¡A la maire! ¡A la maire!

Sobre cubierta subieron algunos con pieles de ti- gre y diversas mercancías.

Abundaban entre ellos los abisinios, y en su ma-

¡LA guerra! 29

yoria eran negros, ágiles y esbeltos, de complexión menos atlética que los de las costas occidentales.

El pelo pasa y color de oro viejo, de un tono tan nuevo, que maravilló á las pasajeras, lo obtienen, según supe, adosándose á la cabeza por varios días un emplasto de cal viva. En los que podían contar- lo, la metamorfosis era perdurable, y el orgullo de los poseedores de aquellas rojizas lanas que, á su jui- cio, les asemejaban á las misses inglesas (y al nuestro á los monos) no reconocía límites. Se les hizo bailar, y al compás de un cadencioso palmoteo, bailotearon con pequeños saltos que remataron en volteretas, ni más ni menos que los clümpayicés, que por nuestras calles pasean los bohemios.

Al pie del barco una gritería feroz, acompañada de un continuo chascar del agua, con las paletas remos, servía para llamar sobre la atención de las piraguas.

-Eh! ¡ehoé! ¡.i la mairel la malrel

¡Peseta á la maire!

La diversión era, idéntica á la de nuestras costas. Se arrojaban unas monedas de plata y los negritos iban en su busca.

Esta distracción llamó buen espacio de tiempo la atención del pasaje, y la curiosidad del sexo feme- nino, que, olvidando el pudor, no perdía la ocasión de solazarse, echando en discreto olvido las desnudeces de aquellos negros— algunos talludos que entre

30 RICARDO BURGUETE

alegres carcajadas, que iban á terminar en feroz cas- tañeteo de dientes, repetían:

¡Eh! ipeseta á la mairef ¡á la maire!

Por un momento quedó interrumpida la apuesta de los nadadores. Cayó un peseta al agua y nadie se aventuró á recogerla.

Los negritos miraban recelosos el fondo del mar, á cuya superficie subieron rugosas ondas.

No se hizo esperar la explicación del recelo; un enorme tiburón revolvió el lomo con vigoroso salto, y á poco hizo zozobrar una de las canoas.

Como explicación señalaron todos á un negrito que, inmóvil en el fondo de una lancha, mostraba el muñón de una pierna atarazada tiempo antes y en una ocasión análoga.

Confusa gritería, y el chocar de todos los remos en el agua, precedió por breve espacio antes que volvieran de nuevo los de las piraguas á lanzarse á su sport.

Cuando abandonamos Aden para buscar la altura del cabo de Guardafuí, veía alejarse y perderse en lontananza las abruptas y resecas costas de fonolita, roca eruptiva, terciaria, rebelde á toda vegetación, bañadas en su aridez con reflejos llameantes, por los rayos de un sol que no tardaría en trasponerse.

La lluvia benéfica negábase con obstinación á aquellas tierras y en ellas se contaban por lustros las horribles sequías.

|LA guerra! 31

Acudió á mi imaginación el cuento que llevó la sed al colmo de la necesidad, y la galantería france- sa al colmo del recurso:

En una de las grandes sequías, habitaba en Aden un matrimonio inglés. El cónsul de Francia, recien- temente nombrado, llevó de su país una visita para el matrimonio, y después de ceremoniales ofreci- mientos, quedó invitado para probar á las pocas no- ches un exquisito de caravana.

La inglesa no podía prescindir de sus baños co tidianos, y como la escasez del agua era tanta, apro- vechábase la del baño para los usos domésticos del día. La noche de la invitación, sin previo aviso á la doncella y agotada el agua correspondiente, aquélla fué á recogerla para el del depósito habitual.

Juzgue el lector el asombro de la inglesa (ésta era rubia) cuando al revolver el cónsul el en una finí- sima porcelana de China, retiró entre sus dedos, de la cucharilla, un pelo finísimo y retorcido color oro viejo...

¿Qué es?— preguntó la inglesa. Y álos reflejos de aquel hilito rizado, subió el sofoco á las mejillas de la dama tan súbito como la explicación á su buen sentido.

Nada, señora, repuso imperturbable el diplo- mático. Un pelo de camella que trajo vuestro de caravana.

32

RICARDO BURGUETE

El «Alfonso XIII» entraba al caer de la tarde en pleno dominio del mar índico, navegando en deman- da de Colombo.

IV

La isla de Socotora, primero, y las Maldivas des- pués, distrajeron momentáneamente la atención del pasaje en las monótonas singladuras de travesía que separan Aden de Colombo.

El calor y el aburrimiento prolongaron las tertu- lias de las noches, pero á la animación del princi- pio sucedió una languidez y una avaricia de frases tal, que hacía de los corros agrupación de noctám-

FILIPINAS 3

34 RICARDO BURGUETE

bulos que se revolvían en las perezosas con indo- lentes posturas.

No eran los días más divertidos. Excepción hecha del grupo obstinado y numeroso de los jugadores, el resto de las gentes paseaba, codeando, la impa- ciencia sobre cubierta, leía ó dormitaba ó agrupá- base después de las comidas para disputar.

Comenzaron las prevenciones y las antipatías y éstas incubaron los odios. Odios enconados, feroces: odios salinos que tienen la rara virtud de evapo- rarse al saltar á tierra como salpicaduras de agua.

Sorprendí disputas en los rincones; miradas de odio cruzadas en el comedor, en los pasillos y hasta en las dulzuras del sexo débil; de noche, en el gran corro, creí notar síntomas de pasión idéntica en ri- sitas impertinentes, en reticencias agudas y en son- sonetes que subrayaban la intención de las frases.

El «Alfonso XIII» sereno y majestuoso, hendía las aguas con rumor blando y daba al viento su pena- cho de humo, que á borbotones cantaba en la alta chimenea la rítmica canción que por la popa ento- naba la hélice entre hirvientes espumas.

En un amanecer purpúreo y diáfano alcanzamos á divisar el opaco costrón de Punta de Gales. Entre diez y once de la mañana fondeó el buque en el puerto de Colombo.

Colombo es el principaljpuerto de la Singhala de

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los indios, Trapobana de los antiguos y Ceilán de los modernos.

ün sexto de milla escaso distábamos del muelle y á él se nos permitió abordar después de la visita ritual de la Sanidad.

Los remeros malabares que nos condujeron en la lancha al embarcadero eran dos fornidos mocetones de obscuro y barbudo semblante, cuyos varoniles rasgos contrastaban con sus cabelleras recogidas en rodete al rededor de la cabeza, y adornada ésta con peinetas de concha. Cabellos y peinetas hacían juego con las largas faldas con que cubrían las pier- nas. Pero las barbas y la varonil estructura de sus vigorosos cuerpos formaban feroz despropósito con los adornos femeninos.

Después de almorzar en el hotel más inmediato al puerto, decidí con varios compañeros recorrer la población.

Varios vehículos nos salieron al paso para facilitar nuestro deseo. Elegimos uno arrastrado por caballos de poca más alzada que perros. Y á el subimos, des- pués de abrirnos trabajosamente paso entre los in- numerables cochecitos de un solo asiento, arrastra- dos por indios trotones. Todas las diversas castas de la India tienen representación en aquel oficio duro é inhumano: el vedda, el síngales, el malayo y el indio con su diversidad de trajes y de aspectos;

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todos servíanse ordinariamente de un cinchuelo de correas para arrastrar el coche.

Atravesamos las principales calles del barrio Eu- ropeo, por cuyas rectas alineaciones se destacaban á uno y otro costado suntuosos edificios y lujosos bazares, separados entre por Jardines de una fron- dosidad y belleza paradisíaca.

Las afueras de la población son de maravillosa y espléndida hermosura. Hileras de plátanos, de co- coteros, de naranjos y guayabos formaban la plana menor, la talla mediana de aquella vegetación ex- uberante en la que se destacan los bosques de ga- llardas palmeras, de frondosos ébanos, de incorrup- tibles teks (árbol del hierro), de lechosos sándalos, de purpurinos agaleches y de gigantescos bambúes.

Surge la descomunal flora de entre un mar de tupida y multicolor hojarasca. Deliciosos chalets ó míseras chozas dejábamos á ambos lados del cami- no; y el que á la sazón seguíamos estaba á aquellas horas concurridísimo por innumerables cochecitos portadores de correctos ingleses ó de irreprocha- bles inglesitas que, con indiferente mirada, cruzaban por entre las hileras de indios y de indias de bron- ceada piel y de esbelto cuerpo, que al volver de su trabajo sorteaban ceremoniosamente los coches am- parándose en ambas cunetas del camino. Por uno hondo que bordeaba un lago cuajado de nenúfares y lotos bajo una bóveda de ramas y de hojas entre-

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lazadas, fuimos á dar en la Pagoda. Vasto edificio reedificado sobre unas ruinas y en cuyas inmedia clones yacen esparcidos por el suelo fragmentos de gigantescas columnatas.

Prefería las bellezas del exterior á la contempla- ción de las joyas y tapices que encerraba el recinto de la Pagoda.

Un Budha de porcelana, abotagado y monstruoso, resguardado en un enorme vitrina, mostraba al des- nudo un descomunal ombligo que el síngales cice- rone nos mostró con religioso y revererente ade- mán.

Salí del templo ante la pesada explicación del guía que, con palabras afiliadas á todos los idiomas, tratábale explicar algunas sentencias de un enor- me libro garabateado en pali y titulado «Mahawan- só», según pude entender. Libro que trata de la genealogía de los grandes, escrito seis siglos antes de JC. y repleto de episodios épicos muy seme- jantes á los que narró Homero.

Volvimos á desandar camino sin decidir alar- garnos por el que conduce al famoso bosque de la canela.

El calor era sofocante y los rayos del sol tropical de las primeras horas de la tarde, filtrándose á tra- vés de hojas y ramajes, quemaban con la sensación de estrías de fuego.

De regreso contemplaba á nuestro paso la multi-

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tud de diversas razas nacidas sobre aquella tierra fértil y fecundas todas ellas con la fecundidad po- derosa del continuo cruce.

Bandas de rapaces seguían pegados á las chillo- nas faldas de las esculturales indias que daban al descubiertos la piel bronceada de sus esbeltas pier- nas y ebúrneos brazos, ceñidos con ajorcas y braza- letes de plata.

Los indios, cubierta la cabeza con descomunales multicolores turbantes, marchaban con majestuoso paso, dando al sol sus bronceadas espaldas, desnu- dos de medio cuerpo arriba.

A medida que nos acercábamos á la población, contemplábamos en nuestra marcha tipos originales ó indefinidos, representantes de una variedad de ra- zas ó de mezclas y procedencias enigmáticas: el malabar, el síngales, el malayo, el indú; y éste con sus múltiples variedades, el hil, el goml, el kol, el korku, el2mliahj el redda. Todas las populosas cla- sificaciones humanas que hacen de la India el país más poblado del mundo después de China.

Bajo la abrasada caricia del sol de los trópicos en las primeras horas de la tarde; en medio de aque- lla tierra ardiente preñada de una vegetación luju- riosa, viendo desfilar los variados ejemplares de aquella raza de indús pictórica y vigorosa, llegué á pensar á qué extremos de populación hubiese llega- do aquel pueblo de doscientos cincuenta millones

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de habitantes, si sacudiendo su yugo y su miseria hubiera logrado contrarrestar las grandes hambres periódicas y las pestes endémicas que tributaban á la muerte pueblos enteros y seres aislados por cente- nares de miles.

Los cuatrocientos millones de budhistas reclu- taban en el Indostán su mayor contingente.

Recordé el Budha de la vitrina, abotagado y monstruoso, dando al desnudo su descomunal om- bligo. Su ombligo simbólico: el nudo que encierra la vida del triste ser parido. El nudo disforme que el pobre síngales señalaba reverente y religioso y de cuya misteriosa encarnación y pureza me habló al salir del templo, con menos elocuencia que la que ámis sentidos mostraba aquella fecunda tierra, preñada de una vegetación lujuriosa y fértil, vivero de todas las semillas.

Cuando volvimos á bordo, multitud de lanchas y toscas piraguas bailoteaban sobre el mar á los costados del buque.

—¡Eh! ¡ehóe! ¡peseta á la maire! ¡á la maire! La diversión era idéntica que en Aden. Rapaces de toda la diversidad de razas indostánicas moja- ban su piel bronceada, su piel amarilla, su piel ro- jiza, su piel de color de indefinida mezcla, zambu- lléndose en el mar á chapuzones. Un grupo, el más numeroso, alzábase á ratos y puesto de pie sobre os- cilante y larga piragua entonaba un andante de

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Folies Bergére, acompañado por el repetido y con- tinuo sonar de los brazos doblados sobre el mojado y desnudo cuerpo, con una agilidad acompasada y una rapidez tal, que más que movimiento de brazos parecían trémulas palpitaciones de ala.

A la caída de la tarde comenzó á desplazar el bu- que, y con blando movimiento salimos en busca de la boca del puerto. Al cruzar por las inmediaciones de un trasatlántico francés que conducía tropas al Tonkín, el pasaje y la tripulación de ambos expe- dicionarios prorrumpieron en atronadores vivas, sa- ludándose con gorras y pañuelos. Muy pronto que- dó como una diminuta mancha por popa la bocana del puerto y doblamos Punta de Gales.

Del lado de la costa esfumábase en el confuso fondo del crepúsculo, que se extinguía por la ban- da opuesta, el gigantesco pico de Adán.

íbamos á entrar en dominio del golfo de Benga- la. La campana llamó para comer. Cuando salimos á cubierta habíanse encendido á bordo las luces. El pasaje que había sacudido en tierra odios y aspe- rezas recobraba la charla de los días de buen hu- mor, y cambiábanse impresiones de diversas co rrerías y con los semblantes alborozados aspirábase con fruición, en medio de la noche serena y tibia, el ambiente salino y saturado de fuertes emanado nes de brea y alquitrán. Las mismas emanaciones que constantemente exhalaban los rincones del bu-

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que y que en horas de aburrimiento revolvían la irascibilidad, poniendo los nervios en tensión.

Por aquel entonces me sentaba invariablemente en mi banco con los estudios históricos de Macaulay, y era de todos, el de lord Olive mi más predilecto.

Mirando la red tupida de sombras que inunda- ban el golfo de Bengala repasaba por mi imagina- ción todas las hermosas páginas del colosal conquis- tador de la India: el boh infantil atronando á sus padres con sus juegos belicosos; después el triste empleaducho de la compañía inglesa provocando un duelo en circunstancias terribles para dar notorie- dad á su apellido. Más adelante sus audaces empre- sas; su ingreso en el ejército. Y por fin, las dotes militares que en las primeras acciones de guerra fueron nuncio de su excepcional talento y que le abrieron crédito y fama para desenvolver sus facul- tades y arriscarse con fortuna en la tarea de acabar con todo el poderío francés de Pondichery y con- quistar la India.

De la talla de Hernán Cortés y de Pizarro, lord Olive dio á su patria un continente inmenso, y cuan- do viejo y achacoso reposaba sus quebrantos entre lauros y glorias, la más negra ingratitud alzó la opinión en contra suya y tuvo la horrible suerte de acabar sus días odiado de su pueblo, que luego, arre pentido, trata de enmendar la injusta obra cuando ya la muerte, más piadosa que los hombres^ había

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recogido en su seno los despojos del héroe. ¡Misera inconstancia humana!

Saltaba la brisa de tierra por la proa y á impul sos de la arrancada vibraban melodiosas las jarcias bajo el capuz de las sombras. El pasaje, contras- tando con los pasados días, charlaba alborozado y contento, amenazando no levantar la velada hasta muy tarde.

Los días y las noches sucediéronse sin inciden- tes.

Una tarde, muchas horas después de haber per- dido de vista el pardusco manchón de las islas Ni- cobar, un inesperado suceso llenó de emoción y sobresalto á los pasajeros.

El buque fué perdiendo repentinamente la mar- cha y en breves instantes paró en seco.

Al interrogar el horizonte alguien, desde cubierta, señaló un punto negro sobre la tersa superficie del mar.

[Náufragos! ¡náufragos! La emoción subió de punto y agolpó el pasaje á una de las bandas. Es- taba explicada la causa de la parada repentina y cada cual se esforzó en investigar, con ayuda de los gemelos, cuántos eran los supervivientes de aquel horrible siniestro: del eterno drama que en el de- sierto Océano representa el horrible infortunio de un puñado de seres agarrados crispadamente á un montón de tablones.

¡LA guerra! 48

A pesar del desusado movimiento de la tripula- ción, no vimos poner mano á los botes ni efectuar maniobra alguna preliminar del salvamento.

Pero ¿qué hacen?— preguntaron angustiados los más impacientes.

El sobrecargo, picado por nuestra curiosidad, vino á sacarnos de dadas y deshizo risueño nuestra ilu- sión de momento.

No había tales náufragos. Aquel punto negro era un tejido de madera y broza arrancado á la costa. La fantasía de uno y la sugestión de todos hizo surgir el drama. El buque había parado por el desarreglo de un tornillo en una de las bielas de la máquina.

El calor, (-in la brisa de la arrancada, se hacía in- soportable bajo un sol que refulgía en las aguas y chorreaba fuego. Gozosos fuimos á refugiarnos bajo los toldos riendo de buen grado nuestra impresio- nabilidad fantástica.

Muy entrada la noche atravesamos el estrecho de Malaca, por su parte angosta. El monte Ofir desta- cábase opaco en el manchón sepia de la sombra. Al ras del agua encendíase y parpadeaba, con san- guinolenta pupila, el faro rojo de Salangore. A lo largo de la costa y entre las tinieblas, corría desa- ladamente una luz. Confusamente llegamos á distin- guir la luminosa bruma de las luces de Malaca.

Sobre los innumerables arrecifes é islotes de la derecha, multitud de faros parpadeaban á interva- los en la sombra como vigías recelosos que escu- driñaran las tinieblas.

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Fué preciso, para entrar en Singapoore, aguardar al día, y con él enfilamos el estrecho canal, cubier- to de vegetación lozana, que da acceso á la pobla- ción. Como en todas las posesiones inglesas, abun- daban ios chalets y villages, por los alrededores de la población. Y en tan encantadores retiros se alza- ban los edificados en ambas márgenes del canal, que no hubiera podido agrupar más bellezas en sus contornos la mágica musa de un cuento de hadas.

No descendí al muelle donde atracó el buque, porque iban á ser muy escasas las horas de estación. Me contenté con ver, desde lejos, los hermosos edifi- cios y los recortados jardines de la ciudad Euro- pea, á cuyas espaldas se dilataba en gran extensión la barriada indígena.

A lo largo del muelle negruzco y sucio, larga hi- lera de vapores abastecíase de carbón como el nues- tro. Resistí la suciedad de la maniobra, y por largo rato estuve contemplando en una de las bordas un enjambre de chinos ruines y amarillentos, que, como mirladas de hormigas, subían incesantemente el carbón en cestos, por las rampas que desde el mue- lle daban acceso á los buques.

£1 repugnante aspecto de los trabajadores man- chados de amarillo natural y de negro mugre, hacía juego de pobreza con sus holgados y harapientos tra- jes. Entre el ir y venir incesante de los cestos que chafaban las coletas en las espaldas, elevábase una

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charla nasal y plañidera que trascendía á lamento y sonaba á queja, é iba á naezclarse, allá á lo lejos, en los confines del muelle, con el quejido de las res- quebrajadas maderas de los barcos, al rozar en los bloques de las apartaderas. Un grupo de cipayos de arrogante presencia atravesó el muelle y subió á la cubierta de un enorme y panzudo vapor inglés.

El comercio de todas las naciones fuertes de Eu ropa tenía numerosa representación en aquel vasto puerto comercial, y por unas horas nos abríamos nosotros lugar entre asiduos y múltiples pabellones de los pueblos fuertes y emprendedores.

Extramuros de la ciudad, la costa dilátase en pendiente suave por la parte oriental. Todo el espa- cio que alcanzaba á descubrir la vista poblábanlo m- mensos y feroces bosques, que iban á perderse en los confines del norte. En el fondo de estas espesas y descomunales selvas, vivían los birmanos y las tribus bravias del interior, que cuando se cansaban de dar caza á las bestias carniceras que infestaban los montes y los llanos, salían á realizar sangrientas correrías, que los ingleses dominadores castigaban con mano dura é implacable.

A media tarde abandonamos el puerto, para bus car s^lida al mar de la China. Pasó el «Alfonso XIII» muy cerca de la escuadra Rusa, á tiempo que ésta saludaba á la plaza con su potentes cañones.

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Volví la vista al lejano muelle. Sobre las innu- merables arboladuras que sembraban el puerto, re- petíanse en abundancia, flotando al viento, las ban- deras de todas las naciones de Europa. La nuestra plegada en popa y en su solitaria humildad,'' aban- donada de momento por la brisa, tardó poco en arriarse. Cayó sobre cubierta al plegarla, y palpitó con aleteo de pájaro moribundo. Tristemente se asoció á mi pensamiento el recuerdo de la patria desangrada en Cuba, y que acababa de recibir nueva herida en el costado de sus Indias orientales. Todo eirsiglo defnuestro despedazamiento^interior y colo- nial se evocó en mi mente. La grandeza británica me recordó durante todo el viaje nuestra pasada gran- deza; y el esplendor y el poderío comercial de to- das las naciones exageró la miseria y el enflaqueci- miento nuestro. Por aquellos mares, como por to- dos, pasearon las tajantes espadas de nuestros inmortales conquistadores, y en cada uno de los viajes cortaron para la madre patria trozos de ex- tensos y sazonados reinos. Pero la labor de la con- quista abandonábase al simple esfuerzo de las ar- mas, y de ella vivía apartada y recelosa la industria y el comercio de nuestros hermanos. Ningún capi- tal se aventuraba en las Indias; bastante era con llevar á ella la sangre de los aventureros meneste- rosos, y éstos llegaron á ser tantos como la codicia

¡LA guerraI 49

y el hambre hizo surgir del yermo y abandonado suelo patrio.

No tardó en hacerse sentir la obra de tan funesto sistema: cuando la patria quiso remediar sus males interiores, el territorio de las colonias fertilizadas para la guerra con la abundante sangre de aventu- reros y conquistadores, sintió el abandono de la metrópoli, y con él, juntamente al vigoroso anuncio del comercio europeo, leyó nuestra pobreza, y ella dio alas á un puñado de hijos, herederos de los aventureros de otra época, para alzarse al grito de Independencia con todo el ardor que en los sedi- mentos de sus venas pusieron tres siglos de con- quistas, violencias y aventuras. Ya era tarde, muy tarde para reconquistar con la labor comercial del progreso á aquellos olvidados territorios; y exhaus- ta con el último esfuerzo de hombres que la na- ción hizo, perdía España el más vasto imperio colo- nial del mundo. Entre tanto otros pueblos, con una labor modesta de conquista, bien secundados por el comercio y la industria de sus hermanos, iban ad- quiriendo extensos mercados; no cambiando sangre por oro, sino economizando ambos productos y di- latando la conquista con la próvida é incansable tarea del trabajo y del común esfuerzo.

En ambas Indias ya sólo nos restaban dos merca- dos del inmenso dominio colonial, y casi al mismo

FILIPINAS 4

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tiempo alzábanse en rebeldía los dos. Era preciso hacer un esfuerzo, sujetarlos á la par; y allí irían, en lo sucesivo, barcos y barcos cargados de tropas re- clutadas en la miseria, y que con el sentimiento pa- trio adormecido por las continuas luchas intestinas, apenas si tenían conocimiento del problema comer- cial de vida ó muerte que iban á resolver.

Perdióse el puerto en la lejanía, y la distancia tragó el color y la forma de los múltiples pabello- nes extranjeros y de las innumerables arboladuras.

A pocas millas de marcha, la campana del puen- te anunció buque á la vista, y muy pronto se di- vulgó la noticia de que el barco que con majestuo- so andar se acercaba por la proa, era el «Colón» de la misma compañía, y con el cual hice yo mi viaje al regreso de Cuba.

Movióse la tripulación alborozada. Se prepararon las banderas de saludo, y se subieron los cohetes de señales. El pasaje puesto en pie, vibrante y emocio- nado, aguardaba el paso de los compatriotas, que iban de vuelta á la querida tierra en donde todos habíamos dejado los seres queridos.

Al fin, después de veintiséis días de navegación, vi- mos tremolar en otro barco la bandera roja y gualda.

Cruzaron muy cerca los dos buques, entre el ron- co saludo de sus potentes sirenas, los estallidos de las bengalas y el flamear de banderas y gallardetes.

La ansiedad y la emoción asomaban á los sem-

LA guerraI 51

blantes de los pasajeros subidos en las sillas. En la cubierta del «Colón», agrupábase una muchedumbre de soldados vestidos de rayadillo que saludaban agitando sus sombreros de paja.

Un ronco gemido de sirena hendió los aires, y fué seguido de un débil y trémulo ¡viva España! venido á lo largo de las aguas. La explosión estalló delirante en el «Alfonso XIII»; y entre vivas que pugnaban con sollozos, una entusiasta salva de aplau- sos saludó á los enfermos, á los heridos y á los in- válidos, que la guerra devolvía al regazo de la pa- tria y de la madre cariñosa.

Esfumado el «Colón» en el horizonte entre la nube de humo que dejaba á su paso, arrióse la bande- ra, que, después de tremolar con agotado esfuerzo, cayó sobre cubierta con palpitante aleteo de pájaro moribundo.

La travesía por el mar de la China, en los días sucesivos, fué durísima, y sus crudezas mantuvieron á la mayoría del pasaje encerrado en los camarotes.

A la puesta del sol, del cuarto día, se alcanzaron las costas de Luzón, y fué la elevada cordillera de Mariveles la primera tierra que se divisó del archi- piélago magallánico.

El mar retiró aparentemente de su superficie la borrascosa actitud; pero guardando sus rencores en lo más íntimo, los dejaba sentir á ratos con lo que los marinos llaman «mar de fondo».

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La alegría de ver costa, y de tocar el térnaino del viaje, hizo valientes aun á los más inseguros. Y poco á poco las caras, de un verde alga, empezaron á invadir la cubierta.

Trasponíase el sol por proa, entre carmines y mati- ces rojos de color dulcísimo, cuando atravesábamos el único canal viable que con Luzón forma para entrar en la bahía de Manila, la pequeña isla del Corregidor.

Dejamos á la izquierda el puerto de Mariveles, y doblando un promontorio de rocas, entramos de lle- no en la dilatada bahía, cuya extensión le hace ase- mejarse á un golfo.

Por la banda de babor, extiéndese hasta más allá de los confines del horizonte visible, la profunda ensenada de Bulacán y la Pampanga. Por estribor la cordillera del Sungay descendía en suaves pen dientes hasta la lejana y recortada costa. En ella están Bacoor, Cavite, Imus, Noveleta: el teatro de las últimas acciones, que, según noticias, estaba en poder de los insurretos.

En el fondo y por la proa, se distinguía una linea confusa de montes y de costas.

Cuando salvamos el espacio que nos separaba del fondeadero, la noche había cerrado por completo. Y dando vista á Manila, cuyas diminutas luces chispeaban en una enorme extensión como disper- so y mortecino rescoldo, paró el f Alfonso XIII» la marcha, y quedamos á la socapa aguardando el día.

VI

Fui á alojarme en el hotel de Oriente, situado en Tondo, nombre primitivo de Manila, y hoy de uno de los arrabales más extensos de la ciudad.

Diéronme habitación espaciosa en la planta baja y en el fondo de un largo y anchuroso pasillo, pavi- mentado con ricas y suntuosas maderas.

La cama, que ocupaba el centro de la habitación, en cuyo anchuroso espacio holgaban los muebles, desaparecía bajo un doble y tupido mosquitero.

Me llamó desde luego extraordinariamente la atención una tercera almohoda, que á lo largo del

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lecho ocupaba el lugar de un cuerpo. A mis pregun- tas replicó el bata (criado indio), que era para dor- mir abrazado á ella. ¡Extraño uso y raro capricho!

Sacudiendo la indolencia del viaje y con activi- dan impaciente, cambié de ropas y salí á la calle decidido á hacer mis presentaciones oficiales en aquel mismo día.

Seguí á lo largo de anchurosa plaza en que estaba situado el hotel, buscando en la acera de la sombra amparo á la abrasada caricia del sol que, sobre un cielo de azul purísimo, caldeaba el ambiente lumi- noso con hálito de fragua.

Pausados, soñolientos carabaos, doblando la cer- viz al peso de su enorme cornamenta, arrastraban largos carretones y guiados por indios hacían el trá- fico por la calle en que abría el camino del puerto.

Me crucé al paso con infinidad de indios y de in- dias que me hicieron el efecto de una sola pareja repetida. Ellos con las almidonadas camisas por fue- ra del pantalón y éste dejando al desnudo, desde la rodilla pie y pierna. Cubrían la cabeza con sombre- ros de paja ó con pañuelos de colores y quienes no, llevaban al descubierto una maraña de pelo tan tu- pido y crespo, que era bastante á protegerles el crá- neo y casi á explicar la razón de la menos que me- diana talla de los poseedores de aquellas cabezas de achatado occipucio, de pómulos salientes y de nariz roma, que bajo el tono quebrado y terroso de la piel,

[LA guerra! 55

casi desaparecían su color y rasgos con el manchón retinto de cabellos que bajaban hasta invadir la frente.

Ellas, con transparentes y vaporosas chambras escotadas hasta dejar al descubierto uno de los hom- bros, caminaban arrastrando en los pies pintadas ó negras chancletas de suela de madera, dando rienda suelta, á lo largo de la espalda, á la hermosa cabellera y moviendo con gallardía, no exenta de gracia, los brazos que á su impulso y aire hacían cimbrear ca- denciosamente las caderas, ceñidas bajo la estirada y obscura sobrefalda que, ajustada á la cintura y no pasando de las rodillas, velaba lo que el pudor exi- ge, dejando á la vaporosa tela de los bajos transpa- rentar las piernas.

Con idénticas fisonomías, sólo la dulzura y suavi- dad de los rasgados ojos distinguía los semblantes de ambos sexos.

Crucé el barrio chino, inmediato á la plaza. Por la calle principal y á través de los soportales que se extendían en hilera sobre sus dos costados, vi á la puerta de los tabucos lóbregos y de las mezquinas tiendas, llenas de compradores, un numeroso pue- blo chino de faz amarillenta, de aspecto enfermizo, que fumaba opio sentado en indolentes posturas, ó mascaba buyo (nuez de bonga, hoja de betel y cal). El buyo, que yo había visto á mi paso en la boca de indios y de indias tiñendo los labios y la encía

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de un rojo subido que daba diversamente á los ros- tros semblanzas de clown ó aspecto de ferocidad canibalesca. Dejé la barriada china que trascendía con emanaciones acres y picantes, y doblé la plaza que conducía á la Escolta.

A lo largo de la calle de este nombre y ocupando la planta de altos y suntuosos edificios, extendíase el comercio europeo.

En aquella hora, era tal la concurrencia de com- pradores que discurrían por las aceras, y de landos, carromatas, quilers y toda suerte de coches que circu- laban á lo largo de la calle para buscar la revuelta del puente, que se hacía imposible la marcha, y tuve necesidad de subir á un lando para que me condu- jera á la ciudad murada.

Abría el puente de España, soberbia construcción de piedra y hierro, en un ancho boquete, inunda- do de luz viva, bajo una finísima nube de polvo que chispeaba al sol y chorreaba abrasado fuego. Kn ambos costados del estribo de entrada una pare- ja de la guardia veterana, indios de robusto talle, graves y circunspectos bajo el casco de fieltro, y es- tirados dentro de sus azules uniformes que deja- ban al desnudo pie y piernas, exigían riguroso tur- no para la entrada y salida de carruajes.

Cruzamos al paso. De lo largo de la acera de am- bos pretiles, iba y venía una muchedumbre vestida con tonos claros y colores chillones: indios, indias,

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soldados peninsulares, soldados indígenas, mestizos y mestizas trajeados con dril blanco de deslumbra- dora tiesura, á usanza de los empleados peninsula- res. Marcando sonoramente el paso, circulaban los carruajes por el centro llevando á los más perezosos ó diligentes. El Pásig deslizábase mansamente á nuestros pies y y sobre sus aguas corrían los vapor- citos de arboladura rasa que hacen la travesía por el rio ó deslizábanse pausadamente, y con ayuda de tiquines (pértigas), convoyes de enormes lanchones entoldados con rejillas de bejuco, y repletos y hun- didos bajo el peso de amontonadas mercancías. Por la derecha abríanse anchurosas las márgenes con- vertidas en muelles y á ellas se amarraban multi- tud de buques de escaso tonelaje, que sumergían en el agua sus hinchadas panzas de colores grises, dando al espacio con muelle bailoteo un enjambre de jarcias y arboladuras, de las que colgaban tol- dos, banderas, encerados gallardetes y pingos que ora agitaba la brisa que ascendía por la inmediata bocana del puerto ó flameaban al sol.

Por la izquierda, fuera del sombrajo que el puen- te tendía sobre las aguas, bruñíanse éstas á la larga con la reverberación solar. El río se encajonaba á partir del puente colgante que divisé por la izquier- da é iba á perderse en un recodo, llevando sus már- genes festoneadas por gigantescos penachos de ver- dura y salpicadas por innumerables chalets que, en-

58 RICARDO BURGUETE

tre ramilletes de follaje, escondían sus encantos de maravillosa arquitectura.

Por el frente, un sistema radial de avenidas cu- biertas de sombra y encajadas entre hileras de co- pudos árboles, servía de cinturón á la ciudad amu- rallada, que en el fondo, y al final de una rampa, daba al espacio las agujas de sus torres y las aristas de sus altos edificios mal resguardados por el bajo y sombrío bastión de murallas que chorreaba hu- medad y musgosa lepra, en medio del reseco y lu- minoso ambiente de aquel cercano mediodía diáfa- no y sereno.

Atravesando un puente levadizo, penetramos por una de las puertas, cuyo rastrillo vigilaba una guar- dia indígena.

La mayoría de los edificios de la ciudad antigua son de mampostería y sus casas rectilíneas están trazadas con arreglo al plan de su inmortal funda- dor Legazpi.

La vida es menos activa que en los arrabales. Nu- merosos conventos de soberbia y elegante construc- ción crucé en la marcha del coche sobre el desigual empedrado de la calle. La población desliza los es- casos transeúntes á lo largo de las calles que inva- riablemente dejan una acera en sombra; y entre aquéllos abundan las parejas de frailes de todas las comunidades: agustinos, recoletos, capuchinos, do- minicos, bajo sus hábitos blancos, parduscos ó ne-

¡LA guerka! 59

gros, que, arrastrando perezosaroente las sandalias á lo largo de las aceras hablan, en voz baja, y marchan acompasadamente entre el cascado sonar de las cuen- tas de sus largos rosarios.

Bruscas ráfagas de brisa aventan la parte alta de la ciudad que mira al mar y enfilan las calles, im- pregnándolas de húmeda y deUciosa frescura. Un incesante repiqueteo de campanas de grandes y agudos sones envuelve la vetusta Manila, que, den- tro del circuito de sus leprosas murallas, duerme la ausencia ó la pereza de sus moradores, bañada de luz y de sol ardiente en la cima de sus altos edifi- cios y mojadas en sombra y ahogadas en sepulcral silencio las múltiples callejas.

Rueda el coche perturbando la paz augusta, la serenidad claustral ungida de misterio y de sombra que envuelve la ciudad, cuyo silencio se interrumpe á intervalos por el taconeo de los escasos transeún- tes, los golpes de las puertas al cerrarse, el andar acompasado de las patrullas de servicio ó el blando y silencioso roce de las sandalias de los misioneros.

Fuimos á desembocar en la plaza de la Catedral, suntuoso templo edificado en 1879, de carácter grave y severo, estilo bizantino, amasado en las im- purezas del gusto moderno. Ocupa uno de los teste- ros de una plaza cuadrangular, improvisada en ra- quítico parterre, y en uno de cuyos costados se alza la Capitanía general.

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Por dentro y por fuera respira el edificio fingida gentileza y majestad rococó. Un zaguanete de guardia, armado de punta en blanco y de alabarda, destaca- ba una pareja en los primeros peldaños de la mo- numental escalinata que, á semejanza del artesona- do, tiene de regio lo que escasamente le sobra de teatral.

Cumplida mi misión ordenancista y cortés, volví á los arrabales é hice alto para descansar en la taba- quería de la calle de la Escolta.

Cariñosos saludos de innumerables combarcanos y estrechos abrazos de antiguos compañeros de guar- nición ó de colegio precedieron antes de que pudie- ra tomar rincón en alguna de las repletas mesas. Reuníase allí el elemento peninsular y sólo se ha- blaba de guerra y de los últimos sucesos. Oficiales apoyados en muletas ó llevando los brazos en ca- bestrillo, convalecientes de sus heridas, contaban les horrores del hospital ó daban detalles interesantes de las últimas acciones. Enloquecido por las narra- ciones, por las voces y por el humo pesado del taba- co, salí á la calle, después de apurar un vaso de gi- nebra, decidido á regresar á la fonda, donde debía de aguardarme el almuerzo.

Crucé la Escolta entre la maraña de carruajes y los apretujones de las gentes. Me interné en el ba- rrio chino, cuyos comerciantes seguían impertur- bables en las puertas fumando estrechas pipas que

¡LA guerra! 61

infestaban el aire que, caldeado por el sol, enloque- cía los sentidos, y me dirigí á la plaza sorteando los coches que desfilaban presurosos y los pausados ca- rretones que los cornudos carabaos arrastraban con soñoliento paso, siguiendo la huella de los con- ductores, que rumiaban con fruición el buyo que daba á sus labios rojizo jugo y ponía en sus sem- blantes achatados siniestra catadura.

El comedor del hotel estaba situado en la planta baja y cubierto por un toldo. Dábale acceso un pa sillo adornado con vistosas macetas, y el aposento de los comensales era un patio cuadrangular en cu- yo fondo la dueña, tras de un mostrador, hacía las veces de gran maitre, para que los indios sirviesen por riguroso turno las múltiples mesas. Las plantas del pasillo, enfilado por la puerta, y el toldo con- tribuían á que allí se recibiese una impresión de deliciosa frescura.

Ocupé una mesita en unión de varios compañe- ros y esperé el servicio de los indios que, descalzos y diligentes, corrían por las baldosas, solícitos á to- dos y atentos á ellos mismos. Con la camisa por fuera, bordada ó lisa, pero irreprochablemente plan- chada, acudían á todas las llamadas y servían á su capricho con aturrullado ademán, no exento de fin- gimiento y de flema. Muy cerca de nosotros un ma- trimonio peninsular ocupaba los extremos de una mesa. Supe por los compañeros antiguos en la casa

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que el marido era un gobernador de provincia, que habiendo hecho regular fortuna, aguardaba ocasión para volver á España con su... (Aquí la malicia puso en cuarentena el sacramento).

Lucía la graciosa compañera dos riquísimas dor- milonas, hermanas de la hermosura gentil de su portadora; y entre frase y frase, arrancada á la indi- ferencia de una benévola conversación sostenida con su compañero, escudriñaba discretamente á cada uno de los recién llegados, segura de atraer una nue- va mirada de admiración en la numerosa asamblea masculina que con disimulados cambios de postura agitábase en las sillas, sorteando las pantallas que á la avidez de los ojos llevaba momentáneamente el numeroso servicio.

Segura del efecto, erguía junto al borde de la mesa su esbelto busto, y sofocada con la borrachera feme- nina de la vanidad que asomaba á las mejillas de su nacarado semblante, enmarañado por dorados rizos, velaba los párpados para con más disimulo enfocar sus discretas miradas y al trémulo parpadear de ca- da uno fingía atender á su compañero con exagera- das muestras de absorta atención y de suspenso re- cato.

Terminado el almuerzo, que nos entretuvo en lar- gas disertaciones sobre la guerra, me retiré á mi ha- bitación dispuesto á escribir varias cartas y á con- signar en mi diario notas del viaje.

jLA guerra! 63

En esta tarea me sorprendió la media tarde y con ella la visita inesperada de un compañero de la in- fancia, empleado hacía algunos años en Filipinas y que al saber mi arribo vino á abrazarme con senti- da efusión, y á ofrecerme de paso su coche y sus co- nocimientos para visitar los alrededores de Manila.

G o arde mis notas, y después de entregar la llave de la habitación al bata, cruzamos el ancho pasillo, en cuyo final una inesperada emoción nos detuvo anhelantes y suspensos... Por una indiscreta abertu- ra de puerta que abría sobre el fondo de un largo espejo, destacaba el blanco y nacarado busto de la exgobernadora, desnudo de cintura para arriba, lu- ciendo las dormilonas en sus diminutas orejas me- dio ocultas entre blondas de la rizosa cabellera. Ce- ñida la sábana en múltiples pliegues, caía hasta sus pies entre la confusión blanquecina y revuelta de toallas y espumas de un baño inmediato, en el que sobrenadaban esponjas.

Apoyábase la gentil moza en el borde de la cama dando frente al espejo, suelto el frágil y diminuto pecho, en cuyo fondo coloreaban los botones rosa de un tono más subido que el que á lo largo de la tersa y humeante piel, dejaba la huella de la mano- pla, movida con prolijidad minuciosa por la cria- da...

Un ligero grito seguido de un portazo y de áspe- ras reprensiones para la doncella, nos llevó al co-

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che que esperaba en la puerta, y con él, doblando el puente de Tondo, dimos principio á la excursión- Toda ella fué de una hermosura sin fin y tan múlti- ple, que escasamente puedo hoy recordar bellezas de luz, de color y de forma. Atravesamos la calzada del Iris; las inmediaciones del barrio de Binondo; la calzada de Paco y entre una sucesión de anchas avenidas sembradas en sus márgenes por gigantes- cos árboles que entrevelaban pintados y diminutos jardines, celosos guardianes de primorosas casas de bambú y ñipa, edificadas entre ramilletes de pal- meras, penachos de caña brava, y guedejas de des- mayados plátanos.

Con los aires violentos del brioso tronco que arras- traba el coche, cruzamos á lo largo de primorosas y variadas edificaciones de artificio oriental y de gus- to inspirado en los deliquios de la fantasía ó en las las realidades arrancadas á la nigromancia de un vaporoso cuento de hadas.

Toda la flora tropical desbordábase á trozos con variedad infinita.

Cruzamos calles y más calles de una belleza ori- ginal y variada.

Tocaba el sol en el ocaso, y al húmedo beso de la noche cercana dilataban sus poros, abrasados de sol y sedientos de rocío, el ilangilang, la sampaga, el ca- lechuchi, el sahiqui, la pasionaria y las infinitas plan- tas aromáticas.

ILA guerra! 65

Entramos á la hora dulcísima del crepúsculo en la embalsamada avenida de Malacañang. La entre- lazada bóveda de las hojas dejaba ver á retazos el cielo asalmonado de Occidente. Las suntuosas y ele- gantes ñncas de derecha é izquierda del camino, al- zábanse gallardas sobre sus pilastras de bambúes y dejaban entrever al paso, en el fondo de sus abiertas ventanas y á la luz de farolillos venecianos ó de enormes bombas de cristal azul ó rojo, toda la dis- creta riqueza de sus habitaciones, ornadas con gus- to japonés, cuyo risueño y juguetón estilo armoni- zaba con los grupos caprichosos y pintorescos de lomhoys, de guayahos, de naranjos, de cajeles y guaná- banos, que entre mechones de palmeras esbeltas y de cañas rizadas que la brisa mecía quejumbrosas, ornaban el suelo y las paredes divisorias tapizadas de un musgo finísimo y de un verde entretejido por multicolores hojas.

Cerró la noche, y encendidos los faroles del tílbu- ri, rodaba veloz bajo los trechos alumbrados por ar- cos voltaicos, que se sucedían de espacio en espacio, y el vigoroso tronco sacudiendo hasta nosotros, á impulsos de la brisa, la blanca espuma que cubría sus guarniciones, nos arrebató con carrera vertigi- nosa hacia la anchurosa calzada que conduce al pa- seo de la Luneta.

FILIPINAS— 5

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Al paso abordamos el Malecón y tomamos lugar en la larga hilera de coches, cuyas luces, formando á lo lejos graciosa curva, entraban en la fila parale- la de regreso.

Aquel era el paseo y la vuelta obligada de los co- ches á lo largo de la plaza, lamida por las olas, an- tes de entrar en la pista de la Luneta.

Cuando á ella nos llevó el turno, pude examinar á mi sabor aquella pista de hipódromo, paseo único y obligado, en cuyo fondo se alzaba un kiosco para la música diurna, y á cuyo alrededor, en un elevado y arenoso macizo, paseaba la gente á lo largo de una hilera de sillas, de seis á ocho.

En aquellas horas eran escasos los frailes que, arrellanados en el coche con hábitos blancos, hacían de lejos á la visualidad insegura confundir sus to- cas con las toilettes claras y vaporosas de las damas*

Éstas, descubierta la cabeza, pasaban reclinadas indolentemente, saludando á los grupos que ocupa- ban las sillas con ligeras inclinaciones y discretos ademanes.

En un lado del paseo y próximo al Malecón, bajé á refrescar con mi amigo, en un puesto rodeado de mesas, al raso y alumbrado con farolillos que le da- ban aspecto de feria.

Poco rato después nos aventuramos por el paseo en el que se destacaba el blanco y negro de los tra-

]LA guerra! 67

jes, salpicado en los diversos grupos por numerosos uniformes.

Se hablaba de la guerra; discreteaban entre idíli- cas miradas los jovenzuelos de ambos sexos; y se mataba el rato en medio de un polvo finísimos que alzaban los pies y que no bastaba á aventar la brisa cargada de humedad venida del rumoroso y ente- nebrecido mar, alumbrado por el Este con las múl- tiples luces de los barcos anclados en el fondeadero y por el Oeste con los lejanos faros y fogatas encen- didos en territorio enemigo.

Volvimos al hotel. El puente de España abríase de noche bajo el chorro de luz cruda de los arcos voltaicos.

La ciudad murada destacaba sus masas confusa- mente en las tinieblas, y á derecha é izquierda del río las luces de los villages y de los barcos flotaban entre las densas sombras, chispeando á la par del rumoroso y acompasado chasquido de las aguas.

Cené con mi compañero, recordando las bellezas de la excursión. La pareja del almuerzo ocupaba su turno en una rinconada, y en el fondo de los azules ojos de la rubia, creí notar un tono de severidad ira- cunda al pasear la discreta y vanidosa mirada por los ámbitos del comedor.

Rendido del trajín del día, me despedí de mi buen amigo después de larga sobremesa, y me reti- ré á mi habitación decidido á acostarme.

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RICARDO BURGUETE

Tendido en el lecho, la voz de la exgobernadora sonó en el pasillo pidiendo el coche.

Cerré los ojos á la aventura de la tarde, y con brusca ira tiré al suelo la tercera almohada por con- siderarla capricho raro y artefacto sofocante é inútil.

VII

En los días sucesivos mis costumbres se amolda- ron á las horas, y éstas al empleo habitual de la co- lonia Peninsular.

El Katipunan era el tema más socorrido de las conversaciones. Llegué á ponerme al corriente de los siniestros y espeluznantes detalles de aquella vasta conjura, que, al fracasar en las logias, había huido á los campos y en la reseca de los añejos odios y de las espinosas iras empezaba á prender con la llama devastadora de la guerra.

El incendio, á fuer de voraz, había invadido casi

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todas las provincias, y amenazaba devorar todo el territorio de Luzón.

Los últimos encuentros en Imus y en Noveleta, al intentar invadir por el mar la provincia de Cavi- te, habían sido desastrosos para nuestras armas, y de tan fatales consecuencias que, de no poner pronto enmienda al desastre, las frecuentes deserciones de la tropa indígena dejarían los regimientos en cuadro.

El complot katipunesco todavía espeluznaba á los narradores que escaparon, gracias á la milagrosa delación de una vieja.

El sobresalto se pintaba en los semblantes al me- nor accidente callejero: los frailes iban cuando me- nos por parejas y armados de gruesos bastones. El elemento peninsular que no formaba parte de las guerrillas ó de los batallones d3 voluntarios, hacía del revólver una prenda inseparable del pantalón.

Una mañana, en la Escolta, empezaron á contar- me la conjura, y quedé emplazado para alargarnos en el paseo habitual de la tarde, á recorrer algunos lugares de la acción.

Los riesgos mortales, milagrosamente orillados, depositaron en la imaginación de mis narradores todas las vaporizaciones de la fantasía; y al simple contacto del recuerdo, la tensión fantástica inflaba la narración con detalles sombríos y horrorosos, cu- ya realidad escueta y pálida bastaba para poner pa- vor en el ánimo.

¡LA guerra!

El siniestro Katipunan había reclutado los secua- ces entre la población indígena, sin distinción de edad ni sexo: una simple incisión en un brazo bas- taba á aquellos fanáticos para sellar con su sangre el juramento; y los afiliados creíanse, desde aquel momento, desligados de los lazos de la gratitud ili- mitada y aun del parentesco consanguíneo. El fue- go sacro de la independencia purificaría los mayo- res crímenes, y serviría en lo sucesivo para fundir el cariño, la gratitud, el amor, viejos pretextos, que, á juicio de los sectarios, servían para soldar los es- labones de la pasada cadena de esclavitud.

Para todos los casos hallaban ejemplos mis na- rradores; y para todas las horribles inhumanidades de la bestia, sacudida por el instinto de la libertad, tenían casos concretos: ya era un indio que al ser- vicio de una casa desde su más tierna edad, des- pués de disfrutar al cabo de muchos años las pros- peridades de sus dueños, había jurado, ante la afi- liación, el exterminio de la familia; ya era un rapazue- lo hecho hombre con la ayuda de un Peninsular, y al cual á fuerza de favores é indulgencias profesaba un cariño filial, acaso no ajeno á la fuerza de la sangre. La madre de los hijos buscaba la ocasión de vengarse en el progenitor de los suyos. Nadie podía escapar á las exigencias del Katipunan, y acaso na- die escaparía de la horrible matanza de peninsula- res concertada para un día dado. Hombres, muje-

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res, niños, todos hubieran sucumbido al puñal, al veneno ó á la violencia del número, bajo el poder de una raza que hacía sus adictos por miles y que, por una simple incisión, purgaba del cuerpo las afecciones más intimas.

Atravesábamos con el coche, al caer de la tarde, la calzada de Bilibid para dirigirnos á la de Paco. Los horrores que entre cara y gesto ponían mis compa- ñeros en la narración, perdíanse tras de la nubécula de polvo que atravesaba el lando, en medio de la apacible y dulce serenidad de la tarde, que entre carmines y vivos tonos de carne asoleada y oriental iba á acostarse por Occidente entre nubéculas y en- cajes rosas bajo el espacio saturado de aromas de ilang ilang y sampaga.

Veía discurrir, ó asomar á las puertas por las calles multitud de indios y de indias en humilde actitud y de mezquina talla, que bajo la crespa ma- raña de sus cabelleras y sobre el tono multicolor de sus atavíos, me miraban con semblante bonachón y respetuoso.

¿Era verdad que, entre aquellas gentes de bonda- doso y humilde aspecto y bajo aquel cielo de un azul lánguido y voluptuoso, hubiese sido posible pensar tantos horrores?

Mis amigos señalaron— en respuesta las míseras barriadas de indígenas que, como un mar de seca broza, se extendían á lo lejos bloqueando Manila.

¡LA guerra! 7o

Aquel era el principal refuerzo; el ejército de reser- va escogido del asalto, no á impulsos de Katipu- nan, sino de cuatro siglos de miseria y de hambre que no habían podido endulzar las abundosas pági- nas del catecismo dominador.

A la tarde siguiente tomé el tren para incorpo- rarme á mi destino en San Fernando de la Pam- panga. Atravesando los barrios de las afueras, con- templé, desde la ventanilla del coche, por largo espacio, la oleada de chozas de caña y ñipa, cuyo pavimento se levantaba sobre el suelo, precaviéndose del terreno fangoso. Aquellos eran los arrabales de fidelidad sospechosa y de temida fuerza. Hasta las inmediaciones de la vía férrea llegaban desparra- madas las chozas, y en sus ventanas, que formaban corrido hueco en los cuatro frentes, asomaban fami- lias de numerosa progenie como múltiples rebaños que daban al viento y á las moscas sus carnes des- nudas y achocolotadas.

La miseria de los bajáis (chozas), desprovistos de ajuar, contrastaba con los grupos de plátanos, de palmeras y de vegetación riquísima y vistosa que servía de cintura á aquellas casuchas de aspecto lacustre que se desparramaban á lo largo de la vía, separadas entre por trozos de terrenos sembrados de betel y limitados por empalizadas.

Empezamos á atravesar las inmensas llanuras de aspecto árido y de amarillento tono al tomar el del

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tallo reseco del palai, segado recientemente á flor de tierra.

Por nuestra derecha alzábase la línea de montes de San Mateo, y al frente, salpicando la inmensa llanura, empenachadas cañas formaban caprichosos hosquetos ó sinuosas líneas que iban á perderse en los confines d^l amarillento llano.

Por todas las estaciones formaba, á nuestro arri- bo, en el andén, el destacamento encargado de cus- todiar el pueblo afecto y de vigilar la vía.

Sobre las agrupaciones de chozas de los poblados que dejábamos al paso, erguíase suntuoso el indis- pensable convento, é inmediato á él alzábase gallar- da la torre de la iglesia, que daba al vuelo sus cam- panas, ó permanecía muda y silenciosa invadida por el solemne estupor de la vasta llanura.

E*n un apeadero, poco antes de atravesar el río grande de la Pampanga, subió á nuestro tren una fuerza destacada de la columna que por aquellos días operaba en San Miguel de Mayumo.

Pude observar que la presencia del soldado, con traer pegada á la ropa la tierra de aquellas polvo- rientas llanuras y el sudor hervido al sol durante fatigosas jornadas, no tenía, ni con mucho, el as- pecto astroso y agotado que en Cuba.

Perdióse el río de la Pampanga como cinta de bruñido acero tendida en medio de la aridez de los llanos. Las vintas veleras manchaban como puntos

¡LA guerra!

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obscuros la franja refulgente de las aguas, que iba estrechando á la vista, camino de la desemboca- dura.

El paisaje, más risueño que en un principio, cre- cía en vegetación y largas manchas de verdura dul- cificaban la aridez de las sementeras del palaí.

Anochecido se empezó á divisar por el Norte la inmensa mole de las estribaciones del Caraballo.

Pasamos muy inmediatamente á un pinac (albu- fera) del que se alzaron aves patudas, de bajo y pe sado vuelo. Y muy entrada la noche, y á lo largo de una alameda de corpulentos y gigantescos árboles, que la locomotora alumbró dos ó tres veces con la respiración llameante de la chimenea, ' di arribo al lugar de mi destino.

VIII

Hice noche en San Fernando de la Pampanga, y tras largas horas empleadas en preparativos de marcha que me robaron el descanso, salí á la maña- na siguiente con mi compañía formando parte de una columna encargada de operar por la provnicia

de Bataán.

Me tocó llevar la vanguardia y con ella forme al romper el día en las afueras del pueblo. Seguimos á lo largo de la carretera de Bacolor, cabecera de la

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Pampanga. Todo el camino discurrre por entre ba- rriadas (barmigays), cuyas hileras de casas bordean los dos costados de la carretera.

Nuestro viaje á lo largo de la polvorienta calzada fué una marcha triunfal que me hizo por momen- tos olvidar las funciones de guerra para creerme transportado á una cabalgata.

A las puertas y á las ventanas de los bajáis, en- galanados con banderas y banderines, una muche- dumbre de indios dando al viento los almidonados faldones de las camisas, descalzos y cubierta la ca- beza con sombreros de reluciente fieltro, prorrum- pían á nuestro paso en estruendosos «¡Viva Espa- ña!», que coreaban un enjambre de mujeres y chi- cos vestidos con las más chillonas galas de los días festivos.

La fidelidad ó el miedo dábanse, por igual, á aullar desaforadamente los vivas.

Muy cerca de Bacolor y á lo largo de aquella sar- ta de chozas, salía á recibirnos al camino la música del pueblo.

Dieron en el convento al vuelo las campanas y la efervescencia de los agasajos llegó al colmo en aquella población de diecisiete mil almas.

En la plaza que ostenta un sencillo monumento á la memoria de Anda Salazar, se dio descanso á la tropa, y los oficiales, después de saludar al goberna- dor instalado en uno de los tres únicos edificios de

¡LA GUERRA

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manipostería que tiene el pueblo, bajaron á orde- nar la gente para proseguir la marcha.

Atravesamos el río Betis por un puente de made- ra y caña y proseguimos la jornada hasta Lubao, acompañados por la música y seguidos de las ince- santes aclamaciones de los indios á lo largo de las barriadas del camino.

En Lubao se alojó la fuerza en el convento y en él se le sirvió un rancho espléndido, obsequio de los Padres Dominicos.

Los oficiales y la plana mayor de la columna co- mimos en el refectorio agasajados cumplidamente por los padres.

En el amplio comedor invadido por solemnidad claustral y saturado por las inhalaciones de savia y sombra que la brisa arrancaba de los copudos ár- boles del patio y hacía ascender por las altas ven- tanas, había unido la comunidad varias mesas y en derredor de ellas fueron tomando poñesión de sus puestos los comensales y poco después la numerosa servidumbre india se dio de mano á relevar cere- moniosamente platos y vinos de una comida abun- dosa y suculenta.

Recayó la conversación en los sucesos de la gue- rra. Para los buenos padres sería empresa de pocos meses la pacificación de aquella campaña, que ellos contaban vencer con la inconsecuencia y religiosi-

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dad del indio. Nos dieron detalles de los últimos movimientos. La insurrección no se había atrevido á pisar la Pampanga porque temía la fidelidad y la fiereza de sus moradores, feligreses sumisos, fervo- rosos cristianos y entusiastas que habían empezado á adorar la enseña de la patria á fuerza de verla empleada como dosel en los altares de Cristo.

Las campanas del inmediato templo repicaban solemnes y graves en lo alto de la torre, y sus vibra- ciones ensordecían por intervalos la algarada de voces y músicas con que la muchedumbre indígena festejaba en la plaza á los soldados.

Alegría majestuosa y reposada que las ráfagas del viento hacían ascender hasta nosotros con el estruendo ceremonioso y grave de una fiesta ma- yor.

No desatendían los padres los honores de la me- sa y la conversación animada con los buenos vinos recaía sin desmayo sobre el tema inacabable de la guerra.

Las únicas partidas que se habían arriscado por aquellos contornos no se atrevieron á atravesar el río de la Pampanga inmediato á Florida- Blanca, punto de descanso de nuestra etapa, á lo que en- tendí en el jefe de la columna.

Terminada la comida, pasamos á tomar café en el salón profusamente provisto de sillas de madera

iT>A guerra! 81

enormes, verdaderos sitiales de largos brazos, que á la usanza del país permitían descansar en ellos las piernas.

Muy entrada la tarde y despedidos hasta las afuerae del pueblo con cariñosa afabilidad por los religiosos, volvimos á emprender la marcha á lo largo de un camino polvoriento, que bajo una ala meda de árboles extendía de trecho en trecho man- chones circulares de sombra.

La digestión en aquella horas robadas á la siesta entorpeció la marcha de la columna durante los primeros kilómetros de jornada. A medida que el sol fué bajando en su carrera empezó á alborear la brisa venida de las lejanías del horizonte, cerrado de bosques y teñido en lo alto de carmín. El viento fué aventando el polvo del camino y sacudiendo los cuerpos sudorosos avivó la energía del paso de la columna á través de copiosos maizales, de caña- verales inmensos salpicados por trapiches (1), segui- dos de pequeños bosquecillos de bambú, en grupos alternados por fangosos prados en los que pacían carabaos, toros y caballejos con mezcla querenciosa, de poca más alzada que perros.

Noctivaga la columna al perderse en el firma- mento los últimos reflejos del crepúsculo, prosiguió

1) Ingenios primitivos de azúcar.

FILIPINAS— 6

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la marcha de un solo tirón y sin descanso hasta divisar las luces de Florida-Blanca y atravesar las primeras hileras de chozas vecinas del pueblo.

fí^r^^í

IX

Me tocó en suerte alojar mi compañía en las in- mediaciones de la finca que eligió el general; y el dueño de ella reservó habitaciones para y mis oficiales. Llamábase N... era peninsular y llevaba muchos años de laboriosa residencia en el país; y en aquel pueblo, los suficientes para haber logrado con

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la ayuda del trabajo y de la suerte afincarse con desahogo rayano en la esplendidez.

Su casa construida y ornamentada al estilo de los chalets lacustres de Manila era un delicioso nido, que aparecía á nuestros ojos bajo un borrón de ramaje. Entre la densa sombra de la noche, que los copudos árboles de la plazoleta en que asentaba el edificio hacían más espesa, aparecíala casita deslumbradora y mágica bajo el derroche luminoso de todas sus abiertas ventanas inundadas de luz artificial y blanquecina que contrastaba con los pintados refle- jos de los innumerables farolillos á la veneciana que, pendientes de la recortada cornisa ó enclavados en los vanos, formaban caprichosa guirnalda de multicolores abalorios, cuyos destellos escalonados con graciosas curvas, á lo largo de las paredes, aca- baban por formar dos líneas de puntos de suave y luminoso carmín que bajaban en pendiente por las balaustradas de la escalinata principal.

En el peristilo, el señor N,.. nos presentó sus cuatro hijas. De tal modo pesaba en mi cabeza el sol de la jornada y de tan brusca manera hirió mis pupilas aquel derroche de luz en medio de las tinie- blas circunvecinas, que sentí un deslumbramiento súbito y las hijas del señor N..., ceremoniosas y rí- gidas bajo la blanca espuma de blondas y encajes de sus ropas, aparecieron á mis ojos como figuras de una apoteosis teatral.

¡LA guerra! 85

Muy de madrugada volvimos á emprender la marcha y en sus primeras horas recordaba las es- cenas de la noche anterior: la aparición fantástica de las hijas del señor N..., que á se me antojó ver de primer golpe entre nubes de irisadas benga- las; el señor N..., con su semblante severo y tacitur- no, dando á sus palabras, durante la cena y en el rato de tertulia del jardín, un vigor y una energía que eran á cada paso vencidas por el desaliento. Rehice el contraste de aquel nido coquetón engala- nado espléndidamente á nuestra llegada, risueño marco del cortés y esforzado alborozo de sus mo- radores, que aun en aquella noche de fiesta des- pués de cumplir con sus huéspedes los deberes de cortesía, lloraron sus pesadumbres entre sorbos de té, en un rincón del jardín, con la risueña y festiva luz de las guirnaldas de farolillos multicolores.

El señor N.., viudo hacía dos años, arrastraba una penosa afección cardiaca, contrarrestada hasta el presente por la misericordia divina y por los efu- sivos cuidados de sus hijas. No se forjaba ilusiones respecto á la insurrección. El amargo pesimismo de su enfermedad crónica llevábalo á los sucesos presentes. La devastación de dos de sus fincas por las partidas, había servido para revelarle con golpe cruel el próximo desastre de su vida primero y de su hacienda más tarde. No se hacía ilusiones: lleva-

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ba muchos años de país; la insurrección sería for- midable V encontraría á España desangrada. El no acabaría de ver el desastre, seguiría pronto á su mujer, muerta y cobijada después de mil afanes en aquella ingrata tierra; pero sus hijas sin parien- tes, sin deudos, sin amigos, expulsada España de aquella colonia feraz, verían el despojo de sus propiedades y el reparto de aquellos terrenos que espigó el afán y el desvelo de sus padres. ¡Quien sa- be hasta dónde llegarían las violencias y las repre salías de los vencedores!

Animosas las hijas y estremecidas bajo sus tra- jes ceremoniosos con el sombrío presagio, trataron como otras veces de esperanzar á su padre.

Fué abriendo el día á medida que avanzábamos en la marcha, y á poco de cruzar el río, después de atravesar un extenso cañaveral, apareció á nuestros ojos el terreno devastado por la última incursión de las partidas.

Un dilatado mar de ceniza que el viento aventa- ba en espirales cubría el terreno en que asentaron los dilatados cañaverales. Aquellas llanuras de un gris uniforme tenían la lividez siniestra que yo vi a la mañana en el rostro del señor N... No quiso rebasar las afueras del pueblo cuando salió á des- pedir la columna. No quería según nos dijo vol- ver á contemplar la horrible devastación de sus

LA guerra! 87

campos. Por él poco le importaba; al fin sus días es- taban contados, pero quería disputar toda emoción dolorosa á sus buenas hijas.

Recordé la despedida en las primeras horas del alba al pie del peristilo, donde la noche anterior aparecieron las cuatro muchachas ante mis ojos como imágenes de una radiante apoteosis teatral. Modestas, sencillas, llevando en las cabezas las al- borotadas marañas de rizos del peinado esmeradí- simo de la noche anterior, salieron á despedirnos risueñas y para todos tuvieron el encargo de que no dejáramos pasar al pobre padre de las afueras del pueblo.

La vista de aquella inmensa extensión de campo abrasada por la guerra; el contraste de las galas que vistieron en la noche y el desaliño matutino de las cuatro huérfanas dio fuerza en mi razón al tris- te presagio del pobre viejo.

¡Quién sabe sino estaría lejano el día en que aquellas animosas criaturas, perdida la guerra por España, vistieran su absoluta orfandad con guiña- pos de miseria!

El el fondo de la llanura se alzaban manchones de carcomidas chozas y derruidos trapiches. Por la derecha las estribaciones del Caraballo erguían su dentada silueta., cubierta de feraz vegetación.

Muy próximos á una sombría cañada en la que

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abundaban rastros indicadores de la presencia del enemigo, la columna hizo alto para refrescar la gen- te y poco después se volvió á emprender la jornada extremando las precauciones de marcha.

La columna de operaciones, después de internar- se en la provincia de Bataán, y tras de algunos días de persecución infructuosa, hubo de fraccionarse por compañías para operar en zonas y limpiarlas de los pequeños núcleos enemigos.

Me tocó de cabecera y centros de operaciones Di- nalupijan, pueblo estratégicamente colocado y pe- queño Nijni Novgorod de las provincias de Bataán. Zambales, Pampanga y Bulacán.

No conservo diario completo de las operaciones

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realizadas en los tres meses de permanencia en el poblado; pero viven muy presentes en mi memoria las fatigas arrostradas á través de los bosques en la vertiente occidental de la cordillera que corre á lo largo de la provincia.

El fraccionamiento y la agilidad del enemigo lle- vábanos, como en Cuba, á perseguirle sin tregua ni descanso en las aguadas del llano y en las mara- ñas de la sierra.

Sucedíanse perennes los días y las noches á caza de un enemigo invisible; y en cada una de las jor- nadas, tras de marchas penosísimas, bajo el abrasa- do sol que caldeaba las amarillentas sementeras del palai recién segado; ó tras de penosas ascensiones por intrincados dédalos de montañas cubiertas de vegetación majestuosa y espesa, que nos obligaba á abandonar las faldas y laderas para buscar paso á lo largo de ríos pedregosos ó de arroyuelos despeñados por entre profundos tajos de piedra, íbamos inva- riablemente á sentar el campamento á la hora en que lo exigían las imperiosas sombras que gravita- ban espesándose desde lo alto de los picachos, ó en que la naturaleza, con ayuda de vegetación laberín- tica y crespa ó auxiliada por antiquísimos despren- dimientos de enormes bloques, cerraba el paso con obstrucción inquebrantable.

Llegamos á fuerza de fatigas sin cuento á plantar los campamentos en sitios inexplorados. Con gran

¡LA ({UEKRa! 91

asombro de los indios auxiliares (hantaijs), que con- ducían las raciones de la fuerza, atravesamos para- jes y caminos del dominio de los negros aetas y para ellos desconocidos en absoluto á pesar de la vecin dad.

A la clara luz de los días serenos, en las noches de luna clara, bajo el sol de los mediodías ardien- tes, al brillo argentado de la luna reflejada en la frondosa hojarasca cuajada de rocío, tuve ocasión de ver, con diversidad de tono de luz y de matices, to- das las recónditas bellezas que atesoran las laberín- ticas estribaciones de la sierra de Bataán.

La selva crece gigante sobre las capas de tierra que recubren las rocas, y su poderosa savia va á fe- cundar en las entrañas del cuarzo ó del granito las grietas recubiertas de limus vegetal, depositado por los baguios;.

Es una rigorosa irrupción de vida que en el vis- coso derrame de su savia avasalladora va á fecundar los despojos de la muerte misma. Sobre enormes troncos abatidos al peso de los siglos, roídos por el fermento corrosivo de' la descomposición y la muer- te, asoma una vigorosa plantación de tallos y nuevos arbustos, esplendorosa y lozana.

La fecundidad poderosa que germina en la muer- te, á falta de terreno, salpica sus infinitos gérmenes por doquier, y á través de la honesta corteza, fecun- da las entrañas de los vivos.

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Sobre el mangostán, el molave, el camagón é in- finita variedad de árboles vistosos y gallardos, tre- pa una tupida red de enredaderas y parásitos que se enlazan y mezclan á las ba3^as de los euforbios, arecas y strychnos que, en descomunales y vistosas arracadas, penden de las frondosas copas de los ár- boles hasta perderse en la marejada que al ras del suelo forman las campanillas, los narcisos y toda la revuelta confusión de plantas vagabundas y rastre- ras.

La vida vegetal rebosa en las entrañas de la tie- rra y rezumando por sus poros impregaa el ambien- te con ese f aerte y penetrante olor de plantas fer- mentadas que exhala Q las selvas tropicales, bajo la ardiente caricia del sol ó entre el húmedo aliento de la noche.

Sucedíanse los días y perennemente seguimos el itinerario que nos marcaba el rastro del enemigo, y en su defecto el que nos dictaba la inspiración.

Ora acampábamos en las márgenes de un torren- te, escondidos tras una revuelta de peñascos; ya en el remanso de un río, aprovechando la clara de al- guno de los bosques que bordeaban las orillas.

Siempre, para estar al acecho y poder establecer con éxito el servicio de emboscadas, procurábamos desenfilarnos del camino y aun de las vistas. En las noches obscuras, las hogueras de los ranchos se en- cendían muy distanciadas del vivac.

¡LA GUERRA

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Consumidas las raciones, bajábamos invariable- mente al pueblo para descansar una noche y con nuevo suministro volver á salir.

El resultado infructuoso que obtuvimos con la columna grande, se obtuvo por escasa diferencia con el fraccionamiento por compañías.

Una noche alcanzamos á un negrito de una ran- chería de aetaSy y por sus declaraciones, vinimos á sospechar que el enemigo debiera de haber cruzado á la otra vertiente de la sierra.

XI

La vertiente occidental gana por su escabrosidad en bellezas á la opuesta.

Ya te dije, lector, que no conservo diario de ope- raciones; así pues sólo podré darte notas de color, que habrán perdido el brillo con la reseca del tiempo.

Una noche recibimos orden de atravesar la sierra por el puerto de Malinta, y al cabo de tres días de penosísimas marchas por entre despeñaderos y can-

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tiles; empujados al principio por la gigantesca ma- leza que obstruía los resbaladizos senderos abier- tos en la roca; acampando cada noche á lo largo de las grietas abiertas por los impetuosos torrentes; sa- liendo á la mañana al rasgarse las nubes cenicien- tas que envolvían los altos picachos, llegamos á di- visar las casas de Olangopo y un trozo de bahía.

Al fin se calmó nuestra ansiedad. No se había realizado el constante temor de perder el sendero en cada una de las jornadas.

Al dejar la brusca pendiente y la gigantesca selva del acantilado monte, pasamos á una calzada que, á través de un inmenso manglar, daba acceso al pueblo. Ninguna alma viviente nos salió al paso en la marcha de aquellos tres días. Los negri- tos aetas abandonaban á nuestra aproximación las rancherías, y el silencio en las imponentes soledades de la sierra sólo venían á turbarlo de noche las alimañas que rastreaban en la maleza ó el vuelo de enormes aves que dispertaban azora- das en las copas de los árboles, al humo y á la lum- bre de las chispeantes hogueras de los ranchos.

En la entrada de Olangopo, que tiene una soberbia bahía y un proyecto de astillero, nos recibió la esca- sa guarnición con todo género de precauciones por ignorar nuestra llegada y porque aquel día se ha- bían recibido detalles de las fechorías realizadas por las partidas y por los pueblos de la vertiente Este,

ILA guerraI 97

que habían hecho en masa causa común con los in- surrectos.

Aquella misma noche embarcamos en el vapor «Alerta», que hacía la travesía entre Manila y Oían gopo. De reducidas dimensiones hubo que apiñar la gente sobre cubierta para pasar las horas de mar que nos distanciaban del costero pueblo de Morón. Cabeza de la insurrección y testigo solazado del de- güello de frailes y del saqueo del convento, cuyos feligreses habían tomado la principal parte.

El desembarque fué penosísimo. El vapor atracó á la playa á la distancia que le impusieron la sonda y los riesgos de la noche entenebrecida. Fué preciso valerse de un lanchón que habíamos llevado á re molque y que exigió hacer parcial la operación.

Llegados á la altura de Morón, que el piloto seña- ló por tanteos, y con la ayuda de la silueta de mon- tes que manchaba la sombra, para desembarcar hubo necesidad de bajar la gente á la gabarra y des de allí, después de avanzar con ayuda de tiquines, se lanzaban los soldados al agaa y con ella al pecho esperaban el arribo de los diversos grupos en cada uno de los viajes de la barcaza.

El frío aun en aquella latitud era penetrante al contacto con el agua. La espera de uno de los viajes se hizo interminable, y acabó el desembarco cuando á lo largo de la fila en que se alineaban los soldados

FILIPINAS— 7

98 RICARDO BURGUETE

se oía sin interrupción el castañeteo de los dientes.

Con anticipación se habían apagado las luces del barco y se procuró desde aquel instante amortiguar todos los ruidos. Ni una sola luz indicaba en la cos- te la presencia del poblado.

La playa inmediata adivinábase por el chasquido de las olas que, rebasando nuestros pechos hasta la altura del sobaco y alzando en vilo á la fila, iban á morir en las arenas, arrancando entre la densa som- bra prolongado y bienhechor suspiro.

Después que descendió de la gabarra el último hombre, se avanzó en demanda de terreno seco. Al salir de las aguas, fué más intensa la impresión de frío, porque una ligera brisa pegó las ropas á nues- tros cuerpos. Fué acostándose la gente á lo largo del arenal en espera del primer piquete de recono- cimiento que se aventuró en las sombras.

No tardó en regresar la patrulla conduciendo un indio corpulento, casi en completo estado de desnu- dez, que según testimonio de todos, salió á entre- garse á la fuerza. Dijo llamarse el capitán Domingo, exgobernadorcillo de Morón, y escapado sin ropas y tras de soberana paliza de manos de los insurrectos que nos aguardaban en el pueblo, sabedores á lo que él colegía de nuestra llegada, á juzgar por los rumores y movimientos que por el lado del río oyó en su escondrijo.

Se comprometió, con acento de sinceridad y mas-

¡LA guerra! 99

callando sollozos, á enseñarnos las entradas del pue- blo. Luego nos hablaría de su desgracia.

Explicada la topografía del lugar, se ordenó á la columna en dos mitades: una que amenazase al pue- blo por frente á los vados del arroyuelo que le ser- vía de foso, y otra que embistiese con decisión el puente de madera, que á juicio del confidente esta- ba intacto.

Todo sigilo fué inútil. Apenas se recorrió un cen- tenar de metros, tuvieron que desplegar las colum- nas bajo la repentina traca de fogonazos que, entre las tinieblas, encendieron los diversos enemigos apostados en la margen opuesta.

Dos descargas cerradas de la columna de la iz- quierda debilitaron simultáneamente la gritería y la resistencia de los que defendían el puente. Un hahai, inmediato á la línea de los defensores, alumbró sus siluetas al arder con voracidad intensa en medio del estruendo de los disparos.

El accideiite, casual ó intencionado, obligó áocul tarstí á los defensores de primera línea, y á este re flujo de gente que hizo vacilar la defensa, siguió e ataque impetuoso de nuestras fuerzas que, enarde cidas por los toques de ataque de las cornetas, rom pieron en tumulto á través del puente y de los va dos.

Se persiguió á los fugitivos á favor de los escasos

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fogonazos que alumbraban las encrucijadas de las calles. Dueños del pueblo y acabados en sus casas los menos diligentes, se ordenó la gente en las inmedia- ciones del convento, y recogidos nuestros escasos heridos, se registró la mole conventual que, en me- dio de la plaza, se alzaba entre las sombras eriza- da de defensas que le daban aspecto de imponente ciudadela.

Para facilitar el embarque, dimos fuego al pueblo, que, en el silencio que sucedió al combate, ardió con bruscas llamaradas entre el reseco chasquido de la caña y ñipa de sus viviendas. Alzábanse las llamas con la rapidez y voraz combustión que puede pres- tarles la estopa. A la luz de la inmensa hoguera, que alumbraba un trozo de plaza, reflejaba bruñida fran- ja de mar, en cuyo cono de luz se iluminó la silue- ta del Alerta.

Se procedió al embarque de los varios heridos conducidos en brazo ^ hasta la gabarra. Y la luz del incendio se pasó á recoger un soldado muerto que cayó desde un estribo del puente al arroyo.

¡Triste ceremonia! Chorreando fango y sangre, fué preciso sacarle del fondo del río, y envuelto en una manta, se le depositó en la orilla de la playa.

Sin picos ni palas para poderle enterrar en el ce- menterio del poblado, fué preciso que los mismos soldados abrieran con las manos una excavación en

LA guerra! 101

la arena al ras de las aguas, y se eligió como señal un grueso madero empotrado á raíz de algún ñau fragio.

¡Náufragos los dos de una borrasca de la suerte, desde aquella noche iban á dormir juntos con inerte é idéntica inmovilidad!

Chorreando sangre y barro, descansó el desmade- jado cuerpo en el fondo de la fosa, y antes de darle tierra, ordené arrodillar la compañía para que orase por el cuerpo del camarada que se iba á abandonar para siempre.

El voraz inceadio del pueblo aumentaba en ráfa- gas los reflejos, y á su incremento chirriaba el com- bustible entre desmayos de troncos y quejidos de muerte de la madera verde.

En medio de un estruendo horroroso de chozas calcinadas y al grito de «¡Viva España!» acabó la fuerza sus preces, y agitando emocionada los som- breros, cubrió las desnudas cabezas para dar prin- cipio al embarque.

Cayeron sobre la fosa arañada con las manos los últimos puñados de arena, y se procedió á embar- car la gente al mortecino resplandor de las brasas del incendio, en tanto que por el horizonte de las aguas clareaba el primer fulgor del naciente día, y á medida que las rumorosas olas, avanzando con la marea, besaban el madero inseparable del muerto,

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RICARDO BURGUETE

trocando el que antes nos semejara suspiro de hu- milde satisfacción por rumor semejante al de dolien- te sollozo.

XII

A media mañana abordamos^la bahía de Bagac, desenfilada de la plaza de Morón por un espolón rocoso. La mencionada bahía se abre al pie de la encrespada sierra de Mariveles, uno de cuyos estri- bos oculta el pueblo á la vista de los navegantes que internan sus naves por aquel rincón de aguas tranquilas y verdosas, con el verdor de estanque que le prestan los reflejos de verdura desbordante que batalla y atosiga á las peñas en el abrupto y angos to callejón de costa.

104 RICARDO HURGUETE

Se efectuó el desembarque por el procedimiento penoso seguido en la noche anterior. En el desierto arenal de la playa tardaron poco en aparecer gru- pos de gente con banderas y en actitud pacífica.

Por ellas supimos que el pueblo había huido en masa al conocer los sucesos de Morón y que su hui- da la inspiró el temor, refractario á toda idea de re- beldía.

Fuimos á alojarnos en el convento. El buen pa- dre había perecido en la matanza de Morón y, según supe por las principalías de aquel municipio, los del pueblo estaban animados de deseos de vengan- za, porque jamás perdonarían la injuria inferida por los vecinos.

¡Si le hubieran asesinado ellos! creí leer en la malévola expresión de aquellos rasgados ojos.— ¡Pero unos extraños! Jamás, jamás se asociarían aquellos fidelísimos indios al movimiento.

Aquel pueblo, escondido en un anfiteatro de mon- tes, limpio, coquetón, con las calles anchas y sem- bradas de árboles, á estilo de boulevard, nos sirvió de centro de operaciones.

La fuerza se alojaba en la plaza: parte en la al- caldía y otra en el convento del infortunado padre Dominico, que, al saHr para siempre de sus habita- ciones, había dejado en ellas un sello de beatitud y de orden semejante al de celda impregnada de mo- nacal pureza.

i LA gup:rra! 1U5

Todas las fuerzas de Bataán concurrieron á ope rar combinadas por los contornos del pueblo y por las inmediaciones de Morón.

Durante un mes pusimos á prueba, en las penosas operaciones de transporte auxiliares de la columna, la fidelidad ó el tesón de los indios del poblado. Con frialdad cuando combatíamos con las primiti- vas partidas, todos ellos rivalizaban en ardor cuan- do el encuentro era con sus vecinos.

Por Morón, que reapareció á nuestra vista, en una de las primeras marchas, reducido á un montón de escombros y carbones, nos sirvió de excelente prác tico y de fiel confidente el indio de elevada talla que hizo su presentación en cueros la noche del desembarco.

Llamábase el capitán Domingo, por haber ejerci- do este cargo, equivalente al de alcalde, en el pueblo derruido, y la amargura de su historia garantizaba la virtud de sus servicios.

La noche que estalló la insurrección, y después de presenciar los asesinatos, tuvo que huir de su casa, acusado por su mujer de españolismo. Él era español, es verdad; pero siempre estaba dispuesto á obedecer al que mandara, y hubiera obedecido á los asesinos. Mas la historia de españolismo la resucita- ron ante las turbas su mujer y el nuevo alcalde, que harto de afrentarle con su escandaloso adulterio y acabando por servirle de estorbo para sus locuras su

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mísera resignación, decidieron quitarle de en medio, y él tuvo que salir sin ropas por una ventana y bus- car refugio en el bosque.

¡Ah! decía con cara entre iracunda y com- pungida;—yo matapan (valiente), siempre huir sin aquel traje para tapar vergüenzas. Tu hahaij... (mu- jer) huir con Topa.,halutari (cofre) y dalagas (soltera-S), para tapar la tuya.

El infortunado cábezay Domingo, armado de un fusil, rivalizaba en coraje y en ardor con los explo- radores. Por aquellos contornos tenía el olfato de un sabueso, y á lo largo de los ríos y entre los barriza- les de las profundas aguadas de la sierra, sabía hil- vanar los rastros aun cuando fueran á borrarse por la corriente de las aguas.

Una noche acampábamos en una de las márge- nes del Alibau y frente á uno de sus vados en pa- raje próximo á la desembocadura. La corriente del río, deslizándose mansa, batallaba con la invasión de la marea. Las márgenes, cubiertas de espesa ve- getación y salpicadas por pequeñas calvas de prado, iban estrechándose hacia el fondo hasta perderse en- tre un laberinto de estrechas gargantas que forma- ban los tupidos farallones de la sierra. En el fondo de aquellos boquetes sumidos en un tinte sombrío y en una paz siniestra, habíamos reñido en la últi- ma jornada uno de los combates más sangrientos. Acababan de encenderse las hogueras de los ran-

¡LA guerra! 107

chos que el viento aventaba y hacía oscilar á la vez que los altos bambús, y manchaban con lumbre ro- jiza al ras del suelo el espacio iluminado por una clarísima luna que, alumbrando desde el firmamen- to la calva de pradera fronteriza al vado, iba á rie- lar una larga extensión de río, abrillantando en am- bas orillas rebaños de hojarasca bañados de relente. La tropa, empapada eM barro y agua, dormía sus rudos quebrantos en el duro suelo, dentro del cir- cuito establecido por los centinelas. Junto á un res- coldo, los heridos aguardaban, desazonados y que- jumbrosos, el turno de cura que había forzosamen- te de hacer yo, á falta de médico. Más lejos, y ocul- tos por el ramaje, asomaban bajo una manta los miembros lívidos ó ensangrentados de los muertos, que por última vez dormían aquella noche á la vera de sus compañeros. Próximos á ellos, trabados de pies y manos, con los centinelas de vista, esperaban los prisioneros, mudos y resignados, la luz del alba, que había de facilitar la aplicación de la justa y du ra ley de represalias.

El capitán Domingo, herido levemente en un brazo, lamentábase á mi lado por no haber podido sacar una palabra consoladora de la terca obstina- ción de los presos.

Ninguno quiso darle noticias de su mujer y de sus hijas. Y sin embargo, era indudable que las co- nocían. En el campamento asaltado se había reco-

108 RICARDO BURGUETJí

gido una falda, manchada de sangre, que el pobre práctico reconoció como del uso de una de sus hi- jas 3^ que no abandonó de la mano, haciéndola pa- sear ante sus ojos como bandera de su desespera- ción.

Cinco ó seis veces acudió al grupo silencioso de los prisioneros, y al cabo habló uno de ellos para escupir á la cara dolorosa de Domingo estas pala- bras:

«Tú llevar castila y él matar tu hija. Pero yo no sabe. La sangre de aquel ropa te dice todo: ó está herida ó empezó el camino de la madre». Aulló de dolor Domingo, arrojándose sobre el tao (indio) y despertó á los soldados más próximos, que ayuda- ron á los centinelas á separarle de la cuerda de pri sioneros, donde quería dar fin de todos ellos.

En la noche serena y clara, las aguas crecientes de la marea murmuraban entre la broza colgada en las orillas del río.

La brisa, cargada de sales y de emanaciones de fango, removía, con vaivén quejumbroso, los ergui- dos y empenachados bambús, y arrancaba á ratos, del fondo de las selvas, aromas de ilang-ilang, que en el discurso de la noohe lavaban dulcemente en el olfato el tufillo de descomposición y de muerte, que la humedad corrosiva provocaba bajo la manta en los cuerpos ensangrentados y rígidos.

La cura de los heridos duró por la escasez de me-

¡LA guerra! 109

dios hasta hora muy avanzada. La del alba sería cuando la columna enderezó la marcha hacia la playa, llevando entre sus filas el triste y doloroso convoy de muertos y heridos, colocados indistinta- mente en mantas y hamacas.

En el pueblo, desierto y calcinado todavía, chi- rriaban los maderos á su pesadumbre y á nuestro paso cayeron con estrépito algunos, levantando nu- bes de ceniza.

La playa se dilataba á nuestros ojos y en larga extensión chispeaba bajo los rayos solares, con el infinito reflejo de conchas y espejuelos de sus are ñas. El enorme madero, recubierto de algas por su extremo más avanzado á las aguas, servia con su hinchazón de resguardo á la arena removida de la primera fosa, y en su inmovilidad absoluta parecía enclavado allí para resguardar y defender de todas las borrascas del mar y de la vida á los tristes náufragos del infortunio. ¡Oh, quién sabe á través de los años y aun de los siglos, combatido constante- mente por las olas, de qué triste aventura era único y exclusivo testimonio!

Se volvió á la fúnebre ceremonia que en días an- teriores había dejado compañeros en la costa de Ba- gac á Olangopo, y sobre la arena removida de los se- pulcros un tiroteo seco y simultáneo hizo volar, co- mo trozos de cartón, los cráneos de los prisioneros.

Abandonamos la playa para proseguir las opera-

lio RICARDO BURGUETE

'i

ciones é internarnos en el bosque. Los buitres, que nos habían seguido en la marcha, cerníanse con vuelo circular sobre el grupo recientemente fusilado, que manchaba el tono uniforme de la costa, bañada de sol é inundada de múltiples reflejos arrancados á las conchas y piedras que al ras de las aguas, y á impulso de la marea, entrechocaban rumorosas, cantando bajo las espumas un himno levantisco y solazado.

XIII

Volvimos á Dinalupiján, cabecera de nuestra zo- na, y próximos á la entrada del pueblo salió á reci- birnos el destacamento de los pequeños blockhaus que dejamos para defender las entradas; y con la fuerza salió á la carretera el público y una comisión de las principaUas. La noticia de la pacificación de la ver tiente opuesta se divulgó antes de que llegáramos, contribuyendo el éxito á fomentar nuestra autori dad, que fué recibida entre aclamaciones, banderas músicas y otros excesos.

112 RICARDO BURGUETE

Duraron las fiestas y los agasajos el tiempo de descanso que necesitó la desnuda tropa antes de re- ponerse para salir á batir de nuevo los núcleos dis- persos del otro lado de la sierra.

Se permitió el juego del panguinguí (juego de cartas), se alzaron en la plaza cucañas, y al son de la música, que erró incansable por las calles, se hartó la plebe de bailar el gubli, el cutang-cutmig, el osé, el estejarro y aun el culitangán y el moro-moro, importados de Joló.

Las principalías vinieron á servir nuestra mesa en el alojamiento, y para festejar á los suyos, al día siguiente de nuestro arribo, se dispusieron en la plaza buen número de carejais (cazuelas) y canas, repletas de morísqutfa (arroz) con leche de caraballa y dmuguan. Bazofia que, después de hacerse fiambre, sirvió indistintamente, al cabo del día, á las gentes y á los perros.

En el convento, que nos servía de cuartel por es- tar ausente el cura indígena, organizamos un baile, al que asistieron las hijas de los cahezay (tenientes alcaldes): Totay (Carlota), Wena (Eugenia), Guicay (Francisca), Charin (Rosario), Pelan (Rafaela), Chate (Manuela), Asón (Consolación). Todo lo más selecto de las dalagas (solteras), dando á la espalda la suelta cabellera engarzada de abalorios y espejuelos y en jaezadas con los más vistosos colores en ropas y chapines (chinelas).

LA guerra! 113

Muy complacidas de nuestro agasajo, salieron á altas horas de la noche dalagas y matandás (doncellas y viejas).

Terminada la fiesta, disuelta la música y contem- plando el desfile desde una de las obscuras venta- nas del convento, vi que las mujeres, formando fila y dando espalda al edificio, se remangaban con una mano el delantero y con la otra alzaban levemente la cola del vestido... Un repentino chaparrón me hizo retirar del observatorio recelando lluvia y mi rar al firmamento, que, estrellado y sereno, fulguraba con guiños luminosos viendo la erguida guerrilla fe- menina satisfacer una necesidad con violencia de turbonada, y del modo más antiusual y caprichoso que puede imaginarse el burlesco lector.

FILIPINAS— 8

XIV

Cuando al cabo de algunos días de reposo, nos disponíamos á emprender nuevas operaciones, tele- gramas de Manila nos llamaron á la capital, para coadyuvar á la invasión de la provincia de Cavite, dando por pacificada la nuestra.

Despedidos por el pueblo, volvíamos al cabo de tres meses á desandar camino; y á lo largo del pol- voriento que nos guió á la llegada, emprendimos la marcha guarecidos del sol por el celaje de una ma- ñana cenicienta y nebulosa.

116 RICARDO BURGUETE

Al final de la jornada, y próximos al río grande de la Pampanga, se extendieron por nuestro frente los cañaverales arrasados y las chozas carbonizadas de la lejanía. Cielo y firmamento tenían un color uniforme, desolado y triste. Volví los ojos á la co- lumna que caminaba con paso rápido, y á la vista de las crespas sierras de Bataán que cerraban entre brumas el horizonte, me paré invadido de tristeza á recontar el número de los que, en los hospitales ó aprisionados para siempre en las arenas de la playa, faltaban de regreso á lo largo de aquel camino pol- voriento.

Fueron apareciendo á nuestros ojos las primeras casas de Florida Blanca, y después de atravesar una hilera de chozas, se destacó la coquetona casita del Sr. N... ¡Qué triste! ¡qué distinta!... En el peristi- lo, tres de las hijas, vestidas de riguroso luto, nos llevaron á la habitación, donde el padre convalecía del último ataque cardíaco... En aquel corto espa- cio de tres meses, la implacable muerte se había llevado á la menor de las hermanas, y de refilón dejó, con el disgusto, la parálisis en las piernas del pobre viejo.

Las esperanzas abrasadas aparecían en el sem- blante del anciano con el mismo tono ceniza que cubría los restos del cañaveral, un día lozano.

Habló con esfuerzo de su desgracia, y los pláce- mes por nuestra campaña acabaron con un ahogo

¡LA guerra! 117

que le hizo caer en profundo desaliento, del que sa- lió entre pausas con tristes profecías:

Nos íbamos para no volvernos á ver... La gue rra quedaba encendida abajo, y las pequeñas parti- das que dimos por sofocadas, serían diminutas chis- pas encargadas de propalar á sus anchas el incendio. La sumisión del indio sería el mejor combustible... Pasaría igual en Cavite, y después en todos los pun- tos del archipiélago... España tendría fuerzas para apagar las llamaradas de la hoguera, pero dejaría que sobre el rescoldo alentasen los odios de tres si- glos de abandono y de injusticia... No tendría la suerte de ver acabar á los suyos en medio de una catástrofe general... El se iría, y las huérfanas, mina- das por las enfermedades y asechanzas de aquel país pérfido, sobrevivirían para quemar tal vez sus virtudes en el desastre...

Salimos de la casa con el corazón oprimido, y empujados por la orden apremiante que nos llama ba á Manila.

Las nubes chorimingaban finísima lluvia, que, sal- picando el polvo, comenzaba á embadurnar el ca- mino.

Volví la vista al chalet, y en lo alto de la escale- ra, vi las enlutadas siluetas de las huérfanas que lloraban silenciosas, saludándonos á través de la cortina de llanto implacable que bajaba espesando desde el firmamento, y empezaba á anegar los cam-

lis RICARDO BURGUETÉ

pos á derecha é izquierda del enlodado firme de la carretera.

Se arrebujó la tropa en las mantas, y después de atravesar un platanar cuyas anchas hojas tirita- ban lacias y encogidas bajo la lluvia, seguimos bor- deando el pueblo, á lo largo de la calzada, que ame- nazaba convertirse en canal, bajo el pertinaz llori- queo del cielo ceniciento.

En aquella triste etapa nebulosa, echando á un lado molestias del cuerpo, recordó con insistencia mi apenado espíritu los versos de un querido amigo:

«Ciertos días de lluvia producen tristeza en mi alma,

y es, sin duda, que hay nubes que tienen vapores de lágrimas».

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XV

Los sucesos de la guerra y la actividad en los pre parativos de la campaña que iba á emprenderse en Cavile, había impreso en el ánimo de las gentes, y aun en la vida regular de Manila, un estado de fe- bril impaciencia y de actividad desusada.

La aglomeración de batallones peninsulares en la capital, desbordó, durante unos días, las tropas ociosas á lo largo de las calles y paseos.

120 RICARDO BURGUETE

La nota dominante era el soldado peninsular ó indígena; aquél en grupos de camaradas á quienes el hábito hacía marchar en guerrilla, paseando una curiosidad perezosa; el indígena siempre solo, de es- casa talla, ágil y diligente, vestido con rayadillo á la usanza del europeo y diferenciándose de éste en el arremangado pantalón, que por junto á la rodilla dejaba al desnudo piernas y pies descalzos.

Los ejercicios de las tropas de á pie, de las fuer- zas montadas ó de las baterías que acababan de or- ganizarse, paseando su estruendo en los constantes desfiles, á lo largo de las calles de la ciudad mura- da ó de los arrabales, daban á la población junta- mente con los batallones de voluntarios y las innu- merables guerrillas reclutadas por casinos y gremios, un aspecto de campamento que enardecía los áni- mos, y que llevaba las conversaciones como necesi- dad ambiente al tema exclusivo de la guerra.

Por mi buen amigo Arguelles, me puse al tanto de los sucesos pasados: Bulacán, la Laguna, los mon- tes de San Mateo y todos los grandes núcleos de la insurrección estaban casi pacificados, excepción he- cha de la provincia de Cavite, que permanecía in- tacta y fortificada en poder de los insurrectos, que habían acumulado en ella todo género de recursos, y á juicio de los confidentes, habían engrosado las filas de defensores con las partidas dispersas de las

¡LA guerra! 121

t)tras provincias. No andaba la insurrección escasa de ánimos, pues días antes se habian atrevido con su generalísimo Aguinaldo á llegar á las puertas de Manila y, rechazados, todavía intentaron cruzar el Pásig, para invadir el norte de Luzón.

Cacarong de Siler, el combate de las Lomas de San Mateo, y otros muchos victoriosos para nuestras armas, no habían servido para escarmentarles, pero para sembrar el luto en la población mestiza é indígena de la capital.

Noté la observación de mi amigo. Vi en efecto que eran innumerables en las mujeres las tocas ne- gras, y que desde mi salida había aumentado con- siderablemente, en los brazos de los señoritos mala- yos, el número de gasas con que era uso marcar el luto.

En el hotel de Oriente, la guerra había impreso su asolador trastorno, y con él había desaparecido aquella pulcritud y serena paz de los primeros días. A lo largo de los anchos pasillos pavimentados con suntuosas maderas, y por algunas entreabiertas puertas, se exhalaba un olor fuerte á iodoformo y gasa fénica. Supe que eran muchos los oficiales he- ridos, para quienes la estancia en el hospital su- ponía una cruel tortura, y que al cabo de súplicas habían obtenido habitaciones en la fonda.

La linda exgobernadora, de vuelta á España, no

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tuvo ocasión de presenciar estos horrores, y por aquel mismo entreabierto cuarto que con su ausencia dejó vacante, vi, á la sazón, la puerta sin cerrar, y á la semiclaridad de un hilito de luz que desde la ven- tana entornada iba á iluminar el espejo, vi la mis- ma cama; y á sus pies, esparcidos por el suelo, grue- sos burujones de algodón en rama de algún pacien- te herido, cuyas quejas creí á mi paso entreoír en el fondo sombrío de la habitación.

Los sucesos de la guerra y los preparativos de la campaña no habían turbado la paz ambiente y la serenidad luminosa del firmamento que, entre lla- maradas de fuego ó múltiples y diminutas brasas, envolvía á Manila en la reposada sucesión de los días y las noches.

La principal agitación y concurrencia vivía en las calles céntricas de los arrabales, ó á lo largo del puente de España. La ciudad antigua, dentro del cinturón leproso de sus murallas y la mole de los conventos, daba al espacio sus torres, que con el in- cesante y monótono clamoreo de sus campanas adormecían la somnolencia canónica de aquellas ca- lles vetustas del Manila viejo, invadidas á toda hora de unción y de sombra.

Los chalets de los alrededores, y las fincas pin- torescas de las margenes del río, fué despoblándo- las el miedo: y abandonadas por sus moradores las

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pintorescas casitas, parecían, á lo largo de las calza- das, coquetonas y compungidas en su aspecto de- sierto y desolado, llorar su abandono entre el des- mayo de p'átanos y palmas atosigadas por el abrazo de una vegetación trepadora y anárquica que, con fuerte olor de selva, robaba al espacio el aroma dul- císimo del üang-ilang y la sampaga.

Una noche, en el paseo de la Luneta, me llevaron al rincón donde se habían efectuado los últimos fu- silamientos. El paseo estaba concurridísimo, y sobre las gentes flotaba una ligerísima gasa de polvo que brillaba á luz, y que en vano intentaba aventar la brisa de las aguas, que con rumorosas olas iban á morir al pie del paseo de los coches.

Sobre la tierra seca que había recibido de golpe los cuerpos sangrientos de los ajusticiados, me con- taron detalles del drama que mantuvo con sereni- dad estoica á los más animosos, en tanto que á otros hubo necesidad de conducirlos como fardos, y quien de entre ellos— el nombre no hace al caso— fué for- zoso transportarle al lugar de la ejecución en una espuerta.

En alas del viento, vino hasta nosotros un chapa- rrón de notas de una alegre sonata que la música acometía en el kiosco del inmediato y polvoriento paseo. Desde el fondo de éste, arrancaba la costa que iba á perderse á lo lejos en territorio enemigo;

124

RICARDO HURGUETE

cuya presencia denotamos por el resplandor de in- numerables hogueras, que en los confines de la sombra y por la cara del mar fulguraban alternati- vamente con parpadeo iracundo y amenazador.

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XVI

Empezó á desembarazar- se de tropas la capital. A lo largo de la margen izquier- da del Pásig, fueron toman- do puesto los batallones y las brigadas que habían de formar las columnas inva- soras de Cavite. Con arreglo al plan del general en jefe,

una brigada amagaría la línea del Zapote, en tanto que la división del flanco izquierdo (dos brigadas), iría á ganar las estribaciones del Sungay, y siguien- do el declive del terreno, envolvería el mencionado

12 ó RICARDO BURGUETE

río, atacando de revés y por el flanco los obstáculos del terreno y las obras de fortificación levantadas por el enemigo.

La campaña preparada en los meses anteriores había de producir maravillosos efectos.

A juzgar por los resultados de los trabajos prepa ratorios de gabinete, la terrible ecuación de la gue rra se solventaría á favor nuestro. Contra todos los elementos auxiliares de la insurrección, se iban á acumular tropas y medios organizados con labor pacientísima y previsora:

¿Se aplicaría con toda su plenitud el coeficiente del esfuerzo humano, individual y colectivo, para que el plan de nuestras tropas surtiese efectos ven- turosos?

He aquí la incógnita que lleva en la guerra la in- certidumbre á las más sublimes concepciones del arte. Basta un desgaste del útil ó una mala aplica- ción en su empleo, por momentánea que sea, para desbaratar la obra mejor concebida del artista.

A lo largo del río, á pocas millas de Manila, y ocupando las barricadas y los espacios despoblados de una extensa superficie que alcanzaba hasta Pate- ros, acampaban ó vivaqueaban los batallones penin- sulares ó indígenas, y mezclados con ellos, en barra- cas y corralones, las fuerzas de caballería y las bate- rías recientemente organizadas esperaban junta- mente con los servicios de ingenieros, ambulancia

[LA CtUERRAI 127

y administración militar, á que estuviese concen- trado todo el material indispensable para el avance.

A la vera del río, de márgenes festoneadas por arbustos y brozas, entre erguidos mechones de bam- bús que iban á sumergir algunas filachosas cañas en la blanda corriente del ancho cauce, los vendedores ambulantes habían establecido, de antemano, innu- merables puestos que daban al campamento aspec- to de romería.

Discurrían los soldados ó formaban corrillos en que se mezclaban los cuerpos, institutos y Jas armas auxiliares.

Por las ventanas de los bahais asomaban camarillas de tropa ó tertulias de oficiales, improvisadas junto á un velador en sus alojamientos.

La marcha por la alineación rectilínea del camino que seguía paralelo al río, se hacía embarazosa por los grupos que rodeaban los puestos; por el ir y ve- nir de los soldados y por el sinnúmero de carrico- ches que, portadores de voluntarios ó curiosos, se- guían de reata á los furgones, á las acémilas y á toda la balumba de transportes que, aforados á gue- rra, iban á servir para organizar el convoy de su- ministros. Carros y gente se apartaban á intervalos del camino para dar paso á pelotones de fuerza montada que pasaban envueltos en una tromba de polvo. Por el lado del río los vaporcillos que hacían la travesía á la Laguna, subían y bajaban con regu-

128 RICARDO BURGUETE

laridad, conduciendo los ascendentes todo el mate- rial que iba á necesitar la división del Sungay. En- tre roncos y prolongados silbidos de sirena, acogi- dos con aplausos y gritos entusiastas por las solda- dos, de la orilla, deslizábanse veloces cortando la mansa corriente los vapores de arboladura rasa, llevando sobre cubierta, alternativamente, pelotones de tropa, que saludaban con los sombreros; ó mate- rial de guerra, por entre cuyos armones, cureñas, cajas y morteros asomaban en apretado montón, y es- tirando los pescuezos por encima de las bordas, mu- las y caballos, cuyas orejas enderezaba el recelo, que á la par hacía abrir desmesuradamente los ojos de las pobres bestias que veían azoradas el rápido y múlti- ple cruce de las desfilachadas cañas de las orillas.

No cesó en todo el día el cruce de vapores que iban á perderse en un recodo del río entre penachos de humo y sacudiendo en popa, con la trepidación de la arrancada, la bandera española desplegada al viento con rumorosa ufanía.

Sobre el camino, en que flotaba el polvo sacudido por el ir y venir incesante, habíanse engrosado los grupos de los puestos de vendedores. El sol, que cho- rreaba fuego, caía á plomo sobre la cabeza de los soldados, abrillantando el enjambre de los sombre- ros de paja. El humo de los ranchos encendidos en cada uno de los campamentos á lo largo del camino ,

[LA guerra! 129

venía á impulsos del viento á sofocar la abrasada at- mósfera.

Todas las conversaciones versaban, entre soldados y oficiales, sobre el mismo tema: las operaciones pa- sadas; los riesgos corridos; las fatigas y las penalida- des de la zona que acababan de dejar.

Para todos los trabajos de sus batallones y aun los personales de cada narrador, excedían á los de los oyentes; y enardecidos por las disputas y las apues- tas bajo aquella atmósfera enrarecida por el polvo y el humo, en medio de la infernal algarabía de gritos, órdenes y voces, los corros se animaban y bastaban unas gotas de alcohol para caldear aquellas cabezas aprisionadas en los paveros de yarey, que chispeaban lumbre al reflejo solar.

á mi paso hacer pactos y apostar atrocidades. Nadie ponía en duda el éxito de la campaña, y para aseverarse cada uno en medio del ardor del entusias- mo y de la discusión, le bastaba contar con su pro- pio esfuerzo.

Los soldados indígenas discurrían descalzos y si- lenciosos ó en grupos lavaban sus ropas ó bañaban el cuerpo en las márgenes del río.

El ir y venir de coches y de patrullas montadas siguió incesante, apartando los grupos del camino; el silbato de las sirenas hendiendo los aires del lado del río, hacía juego á ratos con los clarines y corne-

FTLTPINAS— 9

130 RICARDO BURGUETE

tas que llamaban á facción ó servicio á cada uno de los cuerpos é institutos.

A la caída de la tarde, y entre nubes de fuego que iban á colorear las aguas del Pásig, pasó por delante de mi alojamiento la brigada auxiliar china que lle- vaba á hombros, y chorreando sangre, los despojos de una ganadería descuartizada. Fué distribuyéndo- se la carne á los cuerpos, y por largo espacio peso sobre el ambiente que coloreaba el rojizo crepúsculo un olor nauseabundo á carne desollada y á matanza. Sobre un corralón que se extendía á mi vista, re- frotábase y piafaba impaciente el ganado de la arti- llería; y más lejos cuatro piezas de bronce, cuyos tu- bos centelleaban con siniestra oriflama, alineábanse correctas custodiadas por dos centinelas.

La tarde iba decreciendo y por el camino, recien- temente ensangrentado, con el chorreo del convoy de carne descuartizada, los grupos renovábanse de nuevo y renovaban el ardor de las conversaciones.

A la vista del suelo manchado de sangre que em- pezaron á barrer los pies en medio de la soflamación del espacio lleno de voces, de agudas notas de corne- tas y de destemplados sonidos de clarín; respirando el aire polvoriento impregnado de tufillo carnicero, sentí la soflama de un ardor idéntico al de los gru pos subir desde el fondo de mi ser y el sedimento de la bestia primitiva, la levadura del norso prendió

¡LA guerra! 131

en mi sangre que palpitó en las arterias, impulsán- dome á destruir, á gritar, á hacer locuras.

¿Tendría éxito la campaña? Sí. No había duda. El ardor de la ejecución sacaría triunfante el plan me- ditado.

Las primeras sombras de la noche disiparon las de mis dudas; y mi fe se encendió en la viva clari- dad con que á lo lejos brillaban las hogueras de los ranchos.

¡Ah, qué distinto aquel estruendo de guerra enar- decedora y preparada, del lento, silencioso y estéril sacrificio de Cuba! La muerte se cerniría igual sobre los dos campos, ¡pero qué distinto morir á la vuel- ta de un recodo, de bruces en la bajada de un arro- yo, á caer á la vista de todos, sobrepasando el esfuer- zo común, en el estrépito del combate y llevando en la cabeza la borrachera de la vanidad consagrada á enardecer el valor del guerrero!

Evoqué otros tiempos, otras edades. El vasto cam- pamento, con las múltiples luces de los coches y los farolillos de los puestos, trajo á mi mente la ima- gen de una tribu guerrera que acampaba en el ca- mino para proceder á una invasión sangrienta y ex- terminadora. Entre el lusco y fusco de la noche estre- llada y de los innumerables farolillos, las sombras Be agigantaron; y á lo largo de los penachos de bam- bú que ornaban el camino; en medio de de la infer- nal gritería, creí adivinar un trozo de selva norman-

132 RICARDO BURGUETE

da acaparada por una legión de guerreros del Norte: el norsoy el bárbaro, que nuestra civilización detes- ta, vivía allí porque vivirá allí por desdicha entre nosotros todo lo que viva este mísero caparazón hu- mano.

La soberbia nos hacía detestar la guerra para su- frir con más crueldad la imposición de sus tormen- tos: el norso tuvo un Thor é hizo de la guerra una religión; aquella religión, ruda, grave, pero sincera, que produce austera impresión, pero consagración del valor dice Carlyle— bastó para aquellos viejos y valientes norsos.

Pero esta misma guerra que la civilización mal- dice, para caer en ella á su despecho, no tiene entre sus reügiones el consuelo del paganismo semibárba- ro que hacía justa toda causa puesta al servicio del valor y del esfuerzo, y servíase de las walkirias para entresacar de entre los montones de muertos y con- ducir á mejor vida á los que se sacrificaron al he- roísmo.

La sirena de un vapor que cruzaba el río, retum- bó como enorme caracol de guerra é hizo aletear en el tejado de mi alojamiento una bandada de buitres que, en espera de nuestras operaciones, iban á su vez tomando alojamiento á nuestra vera.

Cornetas y clarines llamaron á lista de retreta y el camino fué quedando despejado.

V^lví á la realidad, olvidando la leyenda de las

LA guerra!

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walkirias: la civilización humanitaria y piadosa deshizo la fantasía pagana, pero, sin poder deshacer la guerra, enseñó que sólo los buitres y los cuervos que á la sazón esponjaban sus plumas en el teja- do de mi alojamiento— tenían la virtud de visitar los muertos en el combate para sacarles de los mon- tones y picotear indistintamente los vidriados ojos de los violáceos y ensangrentados cuerpos.

XVII

Fué necesario dar desarrollo y cülocación á las fuerzas, y al quedar aislada la brigada del Zapote, fuimos formando parte de ella á alojarnos en Culi- Culi.

Muy cerca del poblado, improvisamos una choza con pencas de palmera y hojas de plátano que re- novábamos á diario con el auxilio del inmediato pla- tanar.

Nuestra situación, á vanguardia de la línea gene- ral de la brigada, exigió un penoso servicio en los días que precedieron á las operaciones.

De noche, singularmente, era preciso establecer

l36 RICARDO BURGUETE

emboscadas y servicio de escuchas á lo largo de los caminos, y por este procedimiento, logramos dar caza á los numerosos confidentes y espías que del lado del enemigo se aventuraban con mensajes á atravesar las líneas.

La maniobra era por extremo pesada y exigía in- terminables noches de espera, en que por ahogar todos los ruidos, al menor estremecimiento del bos- que, sofocábamos la respiración contra el suelo ó entre puñados de broza. Rastreaban los reptiles por entre la hierba y su paso hacíanos vibrar de emoción y agolpab i los latidos de la sangre en las paredes del pecho. Fueron varios los espías que, al caer en nuestro poder, pagaron con la vida, sobre la hierba reseca de las carnadas improvisadas por una noche de acecho en los rincones del bosque, su arriesgada empresa. No era posible hacerles confe- sar su misión, y con juicio rápido y previo iban á tragarse la vida y el secreto en una encrucijada de la selva, al romper el día.

Una mañana, tras los preparativos de la víspera, nos tocó emprender la marcha flanqueando el resto de la brigada que había salido de Pateros. íbamos á emprender Ja marcha á través del desierto limitado á nuestro frente por la laguna de Bay y por el río Zapote. A prevención se hizo que la tropa cortase en el bosque bombones de caña para conducir el agua, que no encontraríamos en toda la jornada.

jLA guerraI 187

Forman el desierto una sucesión de altillanos de tierra agrietada y arenisca que aprisiona los pies y embaraza la marcha. Algunos mechones de vegeta- ción escueta y reseca manchan la vasta superficie de aquel amarillento mar, surcado por lomos y de- presiones que semejan gigantescas oleadas de are- na. El polvo arenisco que movían los pies en su marcha y que el sol caldeaba antes de adherirse al sudor del cuerpo ó de entrar en cada aspiración, por narices y bocas, consumió en las primeras horas de jornada el agua de las cañas y pronto la sed, en la reseca del ambiente que aspiraban los pulmones jadeantes, se hizo sentir á lo largo de las fuerzas del flanqueo.

La columna principal, lejos de nuestra vista, ple- gaba y desplegaba sinuosamente el lomo, como un largo gusano de brillantes escamas. Dos ó tres veces, en lo alto de un repecho, alcanzamos á ver la artille- ría y la impedimenta que como enorme panza del reptil brillaba al sol con el resplandor lustroso de múltiples espejuelos.

La caballería se destacó en largos cordones que tremolaban husmeando á modo de antenas. Fué pre- ciso al medio día dar un descanso á la tropa y se concedió en lo alto de un cerrito desde el cual, para mayor tortura de la sed, alcanzamos á divisar en la lejanía la enorme extensión de la laguna rizada en ondas y cerrada por una borrosa línea de montes:

138 RICARDO BURGUETE

¡Agual ¡agua! —se oyó exclamar en la columna, y la imagen de aquella azulada superficie que bañó ligeramente de humedad las primeras bocanadas de brisa que nos refrescaron en el montículo, sirvió para encender é irritar el deseo.

Vana esperanza de tocar los bordes del lago. La marcha volvió á emprenderse torciendo á la dere- cha, para no abandonar la divisoria en que era de presumir alcanzaríamos las primeras resistencias del enemigo.

Creció el tormento á la vista de las aguas distan- tes, y las brisas ligeramente mojadas endulzaban de momento el paladar, dejando á su paso en la gar- ganta una impresión de fuego.

Abrasaba el sol las cabezas y la imaginación cal- deada y expansiva tornaba los ojos al lago y se tor- turaba con deleites que no saciaban el deseo.

Durante la marcha, sintiendo vacilar las piernas á cada tropezón del terreno resquebrajado, traté de cerrar los ojos á la vista de las aguas; ¡inútil empe- ño! la imaginación saboreaba delicias que acaba- ron por abrasarme el paladar y me encendieron la lengua con tan reseca picazón, que tuve necesidad de aspirar con la boca abierta las tenues emanacio- nes de fresca brisa que el sol secaba por instantes. Acabé por dejar á los sentidos y á la mente libre desenvoltura, y con ficciones de sonámbulo, andaba largo trecho: la imaginación bebía en la laguna;

¡LA guerra! 139

primero humedecía los labios; después á pequeños sorbos, y por fin, no saciándose con sendos tragos del agua dulzona y cristalina, bebía oleadas enteras y acababa por secar el cauce para beber barro. Co menzaron á zumbarme los oídos y noté en las amíg- dalas agudas punzadas que subieron hasta el fon- do del pabellón de las orejas.

Un tiroteo seco y lejano nos llevó la vista hasta las fuerzas montadas, que se destacaban en el fondo azul del horizonte entre nubecillas de humo. La co- lumna aproximándose se había hecho más percep- tible, y las escamas brillantes del reptil fueron á nuestros ojos el reflejo de armas y marmitas de la tropa.

Pronto íbamos á entrar en la demarcación de Al- mansa: punto fortificado del enemigo y final de nuestra etapa si lográbamos su asalto. Sobre una de las eminencias de la divisoria que seguíamos, eché un vistazo al paisaje: por el frente el Sungay se ele- vaba sobre la línea de montes que cerraban la la- guna; á modo de foso se extendía á la derecha la línea de vegetación del Zapote y, formando una sar- ta á ]o largo de nuestro flanco derecho, los blancos paredones de los pueblos de Parañaque, las Pinas y Cavite escondíanse á lo lejos en una línea sinuosa de verdura confinante con el mar.

A la puesta del sol alcanzamos la carretera y se- guimos la huella de la columna principal, cuya van-

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guardia acababa de entrar en las chozas de Alman- sa sin resistencia alguna. Un polvo rojizo cuyo tono aumentaba el reflejo del sol poniente cubría el firme del camino, y por él pisamos como sobre una alfombra consoladora, hechos los pies á los terrenos y resquebrajaduras del desierto.

A nuestra izquierda y distantes, para mayor cruel dad, un tiro de fusil, ondeaban las aguas de la la- guna. El último trozo de la jornada lo hice cami- nando como un autómata, atormentado por fortísi- mo dolor de cabeza y abriendo 3^ cerrando los ojos entre visiones de lumbre.

Muy cerca de las trincheras abandonadas de Al- mansa, una charca verde y viscosa que vigilaba un cordón de centinelas impidiendo acercarse á la tropa, cruzamos al paso, y en las márgenes del ba- rrizal fui á hundir piernas y brazos abrasado por la ñebre.

Sin las horas de aquella noche nunca hubiera te- nido la percepción del tiempo eterno. Acampamos en uno de los fuertes más inmediatos á la charca viscosa, que servía exclusivamente para bañar cara- baos. Con las primeras sombras de la noche me acosté sobre paja de una choza, acometido de un in tenso frío febril. No había esperanzas de beber una gota de agua; la tropa no pudo hacer rancho y co- mió en seco carne de carabao asada á la lumbre de las hogueras.

iLA guerra! 141

Conservo como un borroso delirio la impresión de la noche aquella. Vino á verme el médico del cuerpo, y después de pulsarme ordenó se me dieran unas pinceladas de iodo para bajar la inflamación de la garganta.

Fueron horriblemente crueles las primeras horas; la quemazón del iodo, la sed de la fiebre y la horri- ble reseca de la garganta cuya hinchazón me impi- dió tragar saliva, estuvieron á punto de enloque- cerme:

—¿Por qué era aquello? ¿Por qué acampábamos sin agua? No lo supe entonces, ni lo ahora, pero supe aquella noche por qué grados pasa la razón para llegar al desvarío. Sacudido por el frío intenso de la fiebre, me creí transportado en medio del fan- gal y en él, á cada esfuerzo para inclinarme á beber el verdoso líquido, me hundía en un pozo sin fin, cuya profundidad aumentando con cada uno de mis es- fuerzos acababa por robarme el aire. Otros ratos me atormentaba la visión de la laguna: á ella había po- dido llegar sigilosamente y á rastras burlando el cordón de centinelas. Pero ¡inútil afán! ¡vano em- peño! No podía beber las aguas porque los bordes del lago eran de tierra abrasada que quemaba las palmas de mis manos. Volvía desesperado á la ca minata de regreso. Mi imaginación calenturienta me deparaba en el delirio un escondido pozo, en cuyo fondo brillaba el agua. Bajaba quebrantándome los

142 RICARDO BURGUETE

huesos de pies y manos con mil trabajos y el des- engaño borraba la mentida ilusión: mi mano sólo alcanzaba puñados de negruzco barro, en cuyo fondo el fulgor de una estrella fingía el mentido reflejo del agua.

Recordé la sed bíblica; la sed de los desiertos; la horrible sed de las caravanas, que después de agotar la sangre de los camellos disputa la de los hom- bres: al cabo yo bebía sangre también y notaba en el paladar el gusto tibio y nauseabundo de la sangre ¿de la sangre de quién?...

Quedó adormecida la imaginación y el deseo, irrita- do hasta el paroxismo, agotó la sensibilidad: ahora me rodeaba el agua por todas partes y refrescaba mi paladar sin poder deslizarse á través de la gar- ganta obstruida: perdí por un momento la sensa- ción de la sed y subió á mi boca la repugnancia y la hartura del mismo sorbo bebido por la mañana: así, con esta repugnancia, reflejo de la sensibilidad agotada, logré descansar algunas horas hasta la en- trada del nuevo día.

Sobre el caballo, que me cedió un compañero, dormí al regreso la modorra de la fiebre... Recuerdo que, á pocos pasos del malhadado campamento, se encontraron unas fuentes que sirvieron para saciar la sed rabiosa de los soldados y la mía y llenar de nuevo los bombones.

La marcha de regreso á Parañaque ñié para

|i>A guerraI 143

penosísima. Las tierras, los campos, los montes re corridos el día anterior, daban vueltas en torno de mi cabeza, y ésta amenazaba estallar apretada por la fiebre y cocida por el sudor que borboteaba al sol. En la última hora de jornada, el enemigo, que ha- bía prendido la retama reseca de extenso campo, es- tuvo á punto de dar fin de la retaguardia que contó por docenas los casos de asfixia fulminante.

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XVIII

A Parañaque llegó una mañana el cuartel gene- ral.

Todavía en mi cuerpo y en mi espíritu vivía can- dente la impresión de la pasada marcha.

La sed, la horrible sed soportada había servido á juicio de los técnicos para economizar sangre en la toma y posesión de Almansa. Pero ¡ay! que estos cálculos de gabinete fallaron á última hora, por no

FILIPINAS 10

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darle al factor de la resistencia humana el valor limitado que tiene. La asfixia en el regreso consu- mió más hombres de los que hubiera podido con- sumir la resistencia del destacamento encargado de guardar al pueblo. Sólo en la brigada de chinos en- cargada de transportes se cebó la muerte en mon- tón:

¡Opio! ¡opio! señolía, y tomando repentina- mente la amarillez del ámbar quedaban rígidos en el campo, y había que cargarlos sobre las acémilas retirándolos de la candela que el enemigo acababa de prender.

Muerte sin gloria, sin sacrificio, sin otro esfuerzo que el de la vida al escapar á chorros por los poros al no poder hallar salida por la respiración sofo- cada. No irían seguramente las walkirias á entre- sacar los más gloriosos de aquellos prosaicos muer- tos: ni aun los buitres ni los cuervos que nos siguie- ron en la marcha se atrevieron á aventurarse en la densa capa de humo que nos envolvía.

Siguieron los preparativos en el cuartel general para dar el asalto á Pamplona. Dueños de este otro punto, lo éramos de la línea paralela que amagaría el Zapote.

La noche anterior á la salida se distribuyeron las fuerzas, y á los que nos tocó formar parte de la van- guardia acudimos á recibir instrucciones directas del Estado Mayor General.

¡LA guerra! 147

Al salir del convento que alojaba al general en jefe, cruzamos un patio, en cuyo fondo se destaca- ban las enormes piezas del tren de sitio, que pocos días antes habíase acarreado con trabajos inauditos desde Manila.

Los compañeros que aguardaban á la puerta nos salieron al paso, y acosándonos á preguntas, decidi- mos todos pasar la noche en alegre francachela.

Recorrimos casi todos los alojamientos y fué forzoso beber en todos algo. Mascullando brindis y llevando en la cabeza á Odino y el Paganismo bárbaro, fui á tenderme breve espacio, acompaña- do por los oficiales, en un petate cerca de los solda- dos de nuestra compañía que roncaban á pierna suelta desde las primeras horas de la noche.

Llegaron las del alba, á mi juicio, en un abrir y cerrar de ojos, y el toque de diana me hizo incorpo- rar con- un quebrantamiento general de huesos. Sa- lió silenciosa y adormecida la tropa de los aloja- mientos, y formando á lo largo de la calle, se dis- tribuyó el café á la escasa luz de la hoguera que había servido para su cocción. Las primeras brisas de la mañana acabaron por despabilarme con una aguda sensación de frío. Tomé una taza de café del de la tropa y, en tanto aguardaba órdenes, recapacité en las que me comunicaron la noche anterior:

«En Pamplona había acumulado el enemigo el núcleo principal de sus defensas, y era preciso apo-

148 RICARDO BURGUETE

derarse de ellas á toda costa. El trabajo de la van- guardia debía ser de tanteo y esperar, caso de ser insuperable el esfuerzo de la defensa, á que la bri- gada desplegase toda».

Cinco batallones, tres baterías y fuerza montada componían el total de la columna. Volví á recons- tituir en la imaginación el diseño mental que me hicieron del terreno. Y tras de innumerables cálcu- los, asomaba siempre la pregunta de la cruel incer- tidumbre que había de resolverse á las pocas horas:

—¿Servirá el esfuerzo?

Roto el día, salimos del pueblo á través de unas sementeras, y á un kilómetro escaso atravesamos los puentes de caña india que nos facilitaron el paso sobre un estero. Marchaba silenciosa la columna y brillaban á lo lejos las armas como espejuelos con los primeros rayos del sol de la mañana. Todo el camino era semeritera, agrietada y terrosa. A lo le- jos los bosques de bambúes cortaban caprichosa- mente el horizonte.

La impaciencia y el sobresalto hizo á toda la van- guardia enmudecer y apretar el paso á medida que se avanzaba. Se desplegaron los primeros pelotones para husmear en la marcha los bosques y los ba- rrancos.

Risueño abría el día y un sol alegre bañaba la dilatada extensión de las sementeras: cruzamos un pequeño pinac sobre un puente de caña y fuimos á

¡LA guerra! l49

dar en las merindades de un barranco surcado de unos hilitos de agua y erizado de vegetación. Al salir de él, hirió mi mente el diseño de Pamplona y con honda emoción comuniqué mis impresiones al comandante de la vanguardia...

Por el frente apenas era perceptible una línea de bahais y frente á ella una cinta de terreno de color distinto que acusaba tierra removida. Seguimos avanzando y á medida que la columna transponía, alargándose, la cresta del barranco, fueron hacién- dose más perceptibles las chozas y destacándose más la línea de las fortificaciones. Desplegaron las dos primeras compañías, y quedando la primera de reserva, enfilé con la gente, cerrando la distancia el flanco izquierdo de la fuerza desplegada.

Se daban las órdenes en voz baja y sólo gritaban roncos los tacos y los juramentos. Sobre el campo pesaban un silencio solemne y una calma siniestra y retadora.

En la sementera bañada de luz, y á la izquierda, un apretado haz de bambús, impulsado por la brisa, movía sus enhiestos penachos, por modo trágico, á nuestro paso, con signos negativos y con rumoroso estremecimiento que contrastaba con la calma del espacio.

Se hizo más distinta la línea de las fortificacio- nes, y al poco tiempo apareció la cresta de los para- petos dibujada en el espacio azul por una repen-

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tina sucesión de nubéculas de humo, que mandó sobre nuestras cabezas una rociada simultánea con un rasgado traqueteo de disparos lejanos. Fué pre- ciso acelerar el paso y la tropa, bajando las cabezas al chaparrón, avivó la marcha. Pronto el fuego cu- brió de una gasa densa y uniforme las trincheras enemigas. No era posible avanzar sin contestar al fuego y las fuerzas desplegadas, hincando rodilla en tierra, rompieron un violento tiroteo sobre la trin- chera.

De un achuchón que abrió claros en las filas, é hizo rodar gentes por el suelo, ganamos cien metros y con nuestro empuje avivó el tiroteo rabioso de la defensa. Nos fué preciso desplegar por la izquierda y acometer por nuestro frente un reducto, que, des- tacado de la línea general de trincheras, encerraba una nube de cabezas vistas á través de las claras del humo. No distaríamos más de seiscientos metros: y á esa distancia era preciso avanzar sin interrup- ción: avanzamos á pequeños saltos en medio de una agitación creciente y anhelosa y del estruendo de los disparos que no dejaba percibir las voces. En cada uno de los avances se abrían brechas en las filas y rodaban hombres como tacos, dejando claros que muy pronto cerraba el instinto defensivo de la agrupación:

¡Arriba! ¡arribal

Era preciso cerrar la distancia sobre el contrario:

¡LA guerra! 151

y se golpeaba, se aullaba con voces jadeantes, con esfuerzo extraordinario como si se tratase de salvar una cuesta insuperable. ¡Se salva la cuesta más es- pinosa para el hombre: la cuesta de la muerte!

¡Arriba! ¡arriba!

La ira y el azoramiento ponían en los semblantes densamente pálidos, extrañas muecas. Aullaban desaforadamente los heridos y se pegaba indistinta- mente á todo el que puesto en pie retrocedía:

¡Arriba! ¡arriba!

Era preciso avanzar, tragar la muerte; ir á bus- carla y sorberla con la respiración jadeante.

El reducto vomitaba un incendio. Los sombreros de los defensores ó las desnudas cabezas asomaban entre los zurcidos del humo:

¡Arriba! ¡arriba!

La tropa disparaba enloquecida con ansia mortal, y con trémula avidez se sacaban cartuchos de las cartucheras y se avanzaba sin cesar, desperdigando municiones, cayendo jadeantes aquí y acullá con el fusil entre las crispadas manos y mordiendo, en las caídas, los terruños y el polvo con la boca:

¡Arriba! ¡arriba!

Lamentábase el esfuerzo físico agotado, ó la mo- ral perdida entre las salpicaduras de sangre de los compañeros muertos ó heridos:

¡Arriba! ¡arriba!

Sonaban sin compasión los garrotazos, los golpes,

152 RICARDO HURGUETE

las imprecaciones que sacudían los cuerpos y sanea- ban las debilidades del espíritu ó las flaquezas del miedo:

¡Arriba! ¡arriba!

Con el avance crecía la defensa; y á su vista, la ansiedad y el agotamiento amenazaban desbaratar el pecho:

¡Arriba! ¡arriba!

Gritaban los más animosos, haciendo coro al mando... De pronto una brusca explosión simultá- nea, enorme, que vomitó candela hasta nosotros, sembró una tromba de hierro sacudiendo entre polvo á nuestros pies en las entrañas de la tierra. Siguió otra... y otra. Las lantacas y cañones del re- ducto barrían el paso, y en un momento la guerrilla retrocedió arremolinada como guiñapo que arrolla el viento, ó como vela que el huracán sacude y re- tuerce:

¡Arriba! ¡arriba!

Fué preciso el esfuerzo supremo: se pisaron los caídos y el mando enderezó á palos la muchedum- bre, volviendo á desplegar la tropa como flamante bandera.

¡Arriba! ¡arriba, muchachos! Metí el pelotón de tiradores bajo un chaparro á ciento cincuenta me- tros del parapeto. Nueva tromba de la artillería hizo leña del árbol que se abatía sobre nuestras cabe- zas...

ILA C4UERRa! 153

Ya sólo faltaba un esfuerzo supremo... ¡El últi- mo!... Tocaron las cornetas paso de ataque... brilla- ron los sables por cima de los sombreros y

¡Arriba, arriba! En medio de una gritería infer- nal, entre resoplidos de ira y de sofoco, la línea toda, dando al espacio el erizado peine de las bayonetas, se lanzó tras de mis tiradores al asalto de reductos y parapetos.

Caímos revueltos con los menos diligentes y los heridos del contrario. Los cuchillos del maüser, al hundirse en los cuerpos caídos, sonaban como si despanzurraran odres.

Fué preciso tomar aliento para emprender la per- secución, pero la ira y el deseo de venganza fueron llevándose la gente tras de los fugitivos.

Extendíase el pueblo formando una agrupación de bahais acribillados, y por entre ellos huía un en- jambre de mujeres y chicos mezclados entre los más animosos defensores, que todavía disparaban en su huida.

Con un oficial, los tiradores y un pelotón de tropa seguí á lo largo de una sementera, acosando con el fuego á un pelotón de fugitivos.

En un bosque inmediato á un barranco, al otro lado del pueblo, di descanso á mis fuerzas y á las de mi mando.

El triunfo hacía radiar los ojos y animaba los semblantes todavía demudados. En aquel rincón

154 RICARDO BURGUETE

del bosque, aspiramos todos la vida entre bocanadas de aire y con una sensación de bienestar inexplica- ble. Por nuestra derecha seguía el tiroteo de las fuerzas de la columna que, á mi juicio, habían ido á interceptar á los dispersos el paso del río.

Proseguimos la marcha y, guiados por una india que alcanzamos, fuimos á salir á una sementera para cazar fugitivos.

Nos rompieron el fuego desde la orilla opuesta, y entre el matorral de una espesa selva, desorienta- do un momento por la marcha, creí que se trataba de algún pelotón disperso y lancé la gente á salvar el espacio que nos separaba

Caímos en pleno barrizal del Zapote, en medio de una ensenada, y nuestra presencia fué recibida con un nutrido fuego casi circular, que nos abrieron desde la línea de fortificaciones de la orilla opuesta. Fué preciso que nos desenfiláramos del recodo, y bajo una rociada más espesa que el granizo, fuimos á ampararnos de los troncos de la selva...

En aquella marcha de flanco, un golpe seco, bru- tal, que sofocó mi aliento, haciéndome vibrar al do lor todo el cuerpo y que contrajo seguidamente mis músculos obligándome con fuerza á entornar mis párpados, á cuyo través creí notar encendidas y di- minutas chispas, me obligó á detener la marcha de la sección.

Quedé rígido, clavado en el sitio y con la pier-

¡LA guerra! 155

na izquierda adormecida al dolor del golpe brutal. Por un roto del pantatón, poco más abajo de la in- gle, asomaba una piltrafa de los bordes de la herida, y por ella salía á borbotones un hilito de sangre que hormigueaba templada á lo largo de mi pierna dormida. Procuré aplicar el pañuelo y, á su contacto con la carne desgarrada, sentí la impresión de una yesca encendida. Tuve en aquel momento el con- vencimiento de que me habían roto la pierna y que permanecía erguida porque le restaba una astilla de hueso. Era preciso hacer un esfuerzo, probar á andar y salir de nuestra situación comprometida en el río buscando contacto con la columna. Por nues- tra derecha menudeaba el fuego de fusil y de ca- ñón, y á nuestro frente los defensores de la otra orilla enfilaban sus disparos á través del bosque. Hice un esfuerzo y, ahogando el dolor con gritos descompuestos, saqué el revólver, temeroso de no poder seguir la marcha y ordené el avance á lo largo del río y en dirección de los disparos de artillería.

La pierna dormida vaciló sin ceder y entre can- dentes punzadas aumentó con la marcha la hemo- rragia. Comprendí que me iba á ser imposible se- guir en pie algunas horas y ordené la retirada para buscar, atajando, contacto con la columna.

¡Dolorosa marchal... Rezagado en ella, á nadie quise dar cuenta de mi herida, y con la garganta reseca fui aguantando el agudo dolor, que á fuerza

156 RICARDO HURGUETE

de íntimo é intenso llegaba á sacudirme las entrañas. Próximos á la columna, enloquecido por los do- lores y debilitado durante la marcha por la crecien- te pérdida de sangre, sentí vacilar las piernas, y asaltado por el temor de que fuera la completa frac- tura del hueso, mandé hacer alto y me así á los hombros de uno de los tiradores, en el preciso mo- mento en que, acometido por un zumbido que pare- cía hervir la sangre en mis arterias é inundado por frío sudor de congoja, me faltó á los ojos el espacio y la luz.

XIX

En el hospital de sangre improvisado en el pue- blo y en el piso bajo de un bahai, me llevaron á des- cansar y me acostaron sobre un montón de paja, en tanto se buscaba una camilla.

Mis dos asistentes, sentados junto al morral que me servía de cabecera, no se cansaban un punto de limpiarme el sudor con sus mugrientos pañuelos; de sacudir las moscas ó improvisar con hojas de plá- tano pantallas con que cubrirme del sol.

Enfriado el golpe, fui sintiendo con más intensi-

158 RICARDO BURGUETE

dad las agudezas del dolor; pero decidido á disimu- lar en lo posible, contestaba á la invariable pregun- ta de mis compañeros: «¿Sufres?», conun«jNo!», tan contundente como las punzadas.

Vino al cabo uno de los médicos, y dispuesto á reconocerme la herida, se arremangó la guerrera por los brazos y con resolución y ademán que no daba lugar á réplica, sacó del estuche unas largas tijeras y procedió á cortarme pantalón y calzoncillo con ti- jeretazos circulares, que produjeron en la ardorosa piel inmediata á la herida una sensación de frío es- peluznante.

Terminada la maniobra, el buen galeno, después de recomendarme con cara sonriente «que aguanta- ra», introdujo sus dedos índices por ambos boque- tes de la herida; y sacudido involuntariamente por el dolor, creí que la investigación de las uñas del médico llegaba punzante á mi cerebro:

No es nada: un ojal. Varios días de cama y fue- ra,—dijo el buen doctor, apartándose de mi lado para curar los nuevos heridos que entraban en bra- zos.

Tendido en la camilla y arrebujado entre mantas, sentí tras la investigación un bienestar relativo y con él se apoderó de mi garganta una sed, recuerdo de la de pasados días. Me dieron á beber cognac; y, algo confortado, acepté una lata de escabeche que

jLA guerraI 159

devoré, mezclando los migotes de pan á las espinas. Me sentí aliviar por instantes y hasta creí en el adormecimiento del dolor. Una laxitud empezó á in- vadirme á lo largo del cuerpo y tras de ella un sú- bito calor abrasó mis sienes y mejillas, estirando po- co á poco, á lo largo del cuerpo, la piel estremecida poco antes en una sensación de frío. Subí con es- fuerzo las mantas por encima de los hombros, y mandando quitar las pantallas que me resguarda- ban la cabeza, dejé que el sol, el sol esplendoroso de aquel día ardiente, que cantaba salud y fuerza, me inundase de lleno.

Límpida y azulada se extendía la bóveda celeste. Desde mi tendido observatorio alcanzaba á ver el desmoronado parapeto por donde dimos horas antes el asalto. Boca arriba, despedazados y en extrañas posturas, hombres, cañones y lantacas salpicaban el suelo, encharcado y removido. A mis oídos llegaba el ensordecedor estampido de los cañones, ahogando por momentos el incesante traqueteo de la fusilería. Seguían batiéndose allá abajo, y cada vez nuevos heridos iban á tomar puesto en el suelo ó en cami- llas. El dolor ajeno dulcifica el propio; y la sensa- ción aliviadora que subía por mi cuerpo de los ti- bios pliegues de la manta, aumentaba á la vista de los horrores de los nuevos heridos; brazos fractura- dos por la articulación, tibias rotas, cabezas con por-

160 RICARDO BURGUETE

tillos en el casco, pechos hundidos en un plastón de barro y sangre. El sol besaba por igual en el suelo todos los infortunios, y á la vera de aquel hospital improvisado comenzaron á acarrear los muertos.

Con ellos se empezó á formar una pila, de la que colgaban brazos y piernas rematados en afilados de- dos y amarillentas uñas por los que corrían goteras de sangre que empezaban á encharcar el suelo. No correspondían las cabezas á las posturas, y aquellos muertos, de vidriados é interrogativos ojos, de nucas amarillas ó sangrientas, formaban un desconcertado pelotón de carne y ropas húmedas, hendidas y tra- badas por la acción del peso.

Poco á poco fué cediendo el ruido ensordecedor de los disparos. Se oía claramente á las cornetas y clarines tocar alto el fuego y retirada.

A medida que las fuerzas volvían de primera lí- nea, entraban á examinar la pila de muertos y la hilera de heridos. Frases de consuelo y palabras de pena se escapaban de los labios de los compañeros, trémulos y vibrantes todavía, bajo la sensación del pasado riesgo.

¡Bien por el 'óM ¡Bien por el 5.»! ¡Bien por Es- paña! gritaban de alegría los ilesos, dando al aire sus sombreros.

¡España! ¡España! Recordé el tremolar de la ban dera palpitando á bordo con aleteo de pájaro mori-

¡LA guerra! 161

bundo, y ufana y gallarda, empenachando días pa- sados las popas de los barcos del río que iban á su ministrar á la otra columna. Pasé revista á los suce- sos de la jornada. Más allá de la pila de nuestros muertos, el boquete del reducto cubría con sus des- moronadas arenas los cuerpos destrozados de los de- fensores.

Acababan de apagarse los fuegos del enemigo. Las cornetas, con las contraseñas de los batallones, toca- ban llamada; y antes de formar, en el camino toda- vía, alcancé una irrupción de soldados que llegaron á nosotros chorreando agua del río y dando vivas:

¡Vivan los heridos! ¡Viva España!; y una bocana- da de entusiasmo, ¡la postrera!, pasó sobre las blu- sas del montón de muertos, entre ráfagas de viento agitadas por los sombreros, manchados de amarillo y sangre, que los vivos sacudían en los crispados puños, dando, á falta de mejor emblema, los colores rojo y gualdo del pabellón patrio.

—¡Viva España! ¡Bendita mil veces la nación cu- yos hijos, chorreando fango y agua, que hacía hu- mear los recalentados fusiles, volvían del combate trémulos de ardor á orear con sus alientos de entu- siasmo la pila desmadejada de los muertos y á re- frescar las sienes ardorosas de los heridos!

Las cornetas repetían llamada y á la carrera, y la tropa desapareció agitando en lo alto los sombreros

FILIPINAS 11

162 RICARDO BURGUETE

salpicados de sangre y amarillo con los colores de la bandera.

La brigada china se encargó de transportar en mantas y camillas los heridos.

Quedaron fuerzas de ocupación en Pamplona, y regresamos á Parañaque pasando por las Pinas. Muy cerca de este punto, el enemigo, apostado en el puen- te del Zapote, sacudió la retaguardia y con especia- lidad el convoy de camillas. Temí por un momento que me cazaran como á tiro de pichón, y mi zozobra pasó bien pronto ante el agudísimo dolor que me produjo el pasitrote desigual de los azorados chinos.

Sobre el convoy, que destilaba sangre á lo largo del camino, pesaba con el revuelto traqueteo un olor de carne despedazada y palpitante, menos fuer- te, ipero parejo (1) del que en pasadas tardes cruzó á la vera del río y en hombros de la misma brigada.

Sobre las copas de los árboles venían en nuestra marcha á posarse los buitres, y con ademán impa- ciente esponjaban sus plumas con amarilla y afila- da garra, mirando desde el fondo de sus gachones y atravesados ojos los envoltorios sangrientos de las camillas.

Después de un descanso y una cura que se nos

1 Igual, dicen los indios.

¡LA guerraI 163

practicó en el camino, seguimos hasta Parafmque, donde á la caída de la noche salió á recibirnos el general en jefe.

Fuimos transportados á una balsa de caña, y tras largas horas de angustia, de dolor y de espera, vino á remolcarnos la lancha de vapor de una gue- rrilla que, á poco de internarnos en el mar para conducirnos á bahía, estuvo á punto de dar fondo contra un corral de pesca, con todo el dolorido ba- gaje.

La terrible sacudida arrancó en todos alaridos de sufrimiento y protestas é imprecaciones de los sa- nos.

Mi buen amigo Arguelles, sentado en la balsa en- tre dos camillas, procuraba distraer mi quebranto y hablaba sin cesar de hechos y cosas nimias con bor- botones de palabras que yo confundía, en mi anona- damiento doloroso, con el rumor de las ondas espu- mosas al resbalar por los costados de la balsa.

La noche era serena y tibia, pero la humedad de la bahía y el primer anuncio de fiebre llevaban á mis huesos un frío intenso.

Despabilado á ratos por la calma fugaz del dolor escuchaba las palabras de mi buen amigo, las que jas cavernosas de los más graves, que iban á con fundirse con el ronquido quejumbroso del remolca dor; y tendido é inmóvil á lo largo de la camilla

164

RICARDO BURGUETE

veía el firmamento tachonado de estrellas que ful- guraban en la serena noche con guiño compasivo y doliente.

XX

Desde la balsa, siguiendo primero á lo largo del río en el que oscilaban los farolillos de los barcos, y atravesando á altas horas de la noche la población amurallada que á la sazón dormía, fuimos transpor- tados al hospital.

Mi camilla la condujeron en hombros cuatro ami- gos cariñosos; y trastornado por el vaivén que, á pe- sar de ser dulce, me arrancaba agudos dolores, atra- vesamos el paseo que sigue á lo largo de la muralla, y entre lloronas frondas de ilang-ilang que abrían á la noche las aromosas entrañas de sus lacias hojas,

166 RICARDO BURGUETE

entramos en la calzada de Arroceros y á poco en el hospital.

Corros de guardias, sanitarios y enfermeros acom- pañaron las camillas, alumbrándose con faroles por un patio-parterre para conducirnos á una sala cua- drada y obscura, en cuyas cuatro frentes se alinea- ban las camas con colgaduras mosquiteros.

Era la sala general destinada á oficiales y á la sa- zón vacía. Empezó á llenarse con los ensangrenta- dos cuerpos de mis compañeros de infortunio.

Fuimos transportados por turno y entre alaridos de dolor que se cambiaban, al descansar entre las sábanas de los reposados lechos, en hondos suspi- ros de satisfacción.

Dormí unas horas, desasosegado por las emociones del día. Y clareaban sus primeras luces entrando lívidas á través de los cristales deslustrados de puer- tas y ventanas, cuando una aguda sensación de do- lor arrojó por mis entornados párpados el sueño.

Mi buen amigo Arguelles permanecía á mi lado sin haberse separado un punto de la cabecera del lecho.

En medio de la sala, dos hermanas de la Caridad con los almidonados plastones de sus tocas y vesti- das de azul sacudían en cada movimiento la larga sarta de sus rosarios y solícitas arreglaban, alrededor de una mesa, los caldos, las botellas de jerez, las ta- zas y los sifones.

|LA guerra! 167

La que me pareció más joven se acercó una por una á las camas, y con acento de plañidera dulzura, respirando mimosa complacencia en su semblante no exento de gracia, fué ofreciendo una lista de des- ayunos á cada uno de los heridos.

Para todos tuvo frases de consuelo, y cambiando en firme y resuelta la mirada bondadosa y compa- siva de sus azules ojos, consiguió reanimar á los más abatidos.

Se llamaba sor Joaquina. Acudía solícita á todos nuestros mandatos, pero era preciso que antes reco nociéramos en ella jerarquía de general en jefe y que todos le ofreciéramos la más sumisa obedien cia.

Desapareció con sor Ana, su compañera, por una de las puertas de cristales y la sala quedó sumida en un silencio dolorido y consternado, que sólo tur- baba la ahogada queja de los dolientes ó el zumbido de las moscas que aleteando en el espacio saltaban de mosquitero en mosquitero.

En la vasta sala pintada de azul oscuro, se desta- caban las blancas colgaduras herméticamente cerra- das en los lechos vacíos y descorridas en los ocupa- dos por cuerpos desasosegados ó inmóviles, que de- jaban entrever cabezas vendadas y densamente pálidas ó pies y manos arrebujados en guatas, por los que asomaban trozos de carne de una lividez ca- davérica.

168 RICARDO BURGUETE

La necesidad de distraer el dolor físico rompió el silencio, y con palabras entrecortadas se fueron cru- zando preguntas de una cama á otra:

«¿Dónde fué, compañero? ¿Tocó hueso?»

El dolor con sus ráfagas de simpatía agarrotaba á uno para hacer enmudecer á todos, y volvía á pesar sobre la habitación un silencio turbado sólo por el zumbido de las moscas asediando los mosquiteros.

Mi buen amigo me distraía hablando en voz baja, con siseo de confesor, y yo cuando el dolor me lo permitía despegaba los apretados dientes de los la- bios y seguía la conversación á retazos.

Cuando volvieron las hermanas con el encargo de repartir los desayunos, se reanudaron las preguntas y tras de ellas vinieron detalles del asalto y de la persecución.

La herida en frío dolía extraordinariamente más que bajo la presión inmediata del golpe.

Convinimos todos en que á todo dolor excede el de la primera cura, y al recuerdo de que no tardaría el médico de la sala en venir á practicarnos nuevo reconocimiento, saltó de cama en cama una sensa ción desagradable que nos obligó á enmudecer.

Las buenas hermanas repartían diligentes bizco- chos, copas de jerez y tazas de caldo. Sor Joaquina con animosa charla volvía á reanimar la desmayada conversación, cuando á poco una campana anunció la visita de sala. Por la puerta de cristales entraron

¡LA guerra! 169

los sanitarios una mesa de tijera y, adosada á la del centro de la sala fueron colocando sobre estuches repletos de instrumentos fenicados que brillaban á nuestros aterrados ojos con fulgor que abrasaba la imaginación y las carnes. Por orden fueron ponien- do á su lado frascos, irrigadores, tablillas en forma de mano, de pie, de pierna, de brazo, y en un rincón de la mesa grandes paquetes azules de algodón hi- drófilo que apestaron la habitación con ese olor ca- racterístico de los gases fénicos, que tan bien con- cierta en la imaginación con la idea del sufrimiento: empezaba á oler la sala á desdicha.

Tardó poco en aparecer el doctor, asistido de sus discípulos; de regular estatura, quebrado semblante y ojos negros de audaz é inquieta mirada, se plantó con ademán desenvuelto y firme continente en me- dio de la sala:

Señores, buenos días,— dijo, revolviendo sus in- quietos y penetrantes ojos á lo largo de las camas.

La afectuosidad obligada nos hizo á todos salu- darle de un modo casi simultáneo.

—¡Buenos días, doctor!— y apretando los dientes en espera de conmover las piadosas manos del dico, cada cual redujo su insignificancia apretando el cuerpo entre las ropas del lecho.

Con arrogancia profesional se despojó el galeno de su blanca americana y, arrebujándose las mangas de la camisa, puso en actividad á los sanitarios y fué

1 I RICARDO HURGUETE

á sumergir sus brazos en la disolución preparada en una jofaina.

Vaciló un momento, mirando indeciso por qué cabecera empezar...

Se abogó la respiración de los dolientes y los cuer- pos se apretujaron inmóviles basta desaparecer á la mirada del médico entre las ropas del lecbo.

Se decidió el buen doctor por la más inmediata á mi cama.

Los discípulos y los enfermeros formaron una muralla impenetrable para la vista.

Quedaron sumidas las camas en un silencio se- pulcral... La palabra rápida y animosa del médico ge interrumpió á intervalos para engolfarse en la ta- rea... y entonces era de oir la respiración jadeante y emocionada del enfermo que aullaba sofocado... ¡Por Dios, doctor!... ¡ay! madre...

Ya pasó, ya pasó... se oía exclamar al animoso médico, que disimulaba su emoción pidiendo á gri- tos los pelotones de gasa fénica y de algodón que los sanitarios tardaban en alargarle, suspensos y en- tontecidos.

Siguió la revista de varias camas y el grupo auxi- liar, trasladando hules y jofainas, iba á desaparecer rodeando las colgaduras.

A mi vez me tocó el turno, y en medio de un tem- blor convulsivo que estremeció el esfuerzo risueño de mis labios, sentí que sacudieron las ropas de mi cama.

¡LA guerra! 171

La mirada animosa y noble del médico me en- volvió en efluvio bienhechor y sentí reanimarse mi espíritu, á pesar del contacto del hule que extendie- ron los sanitarios sobre las sábanas enfriando mis carnes.

—Milagroso balazo, hijo,— decía risueño el doctor, arrollando en su mano derecha la venda ensangren- tada que cubría mi muslo.

- Inmediato á la femoral,— dijo volviéndose á los discípulos, y con rápido movimiento tomó dos son- das de níkel de uno de los estuches... Arañé el hule en una sacudida que crispó mi cuerpo... y después de oler la sonda, el doctor se volvió á los enfermeros para recomendarme dieta. Acto continuo procedió á desinfectar la herida y al contacto de la cánula del irrigador apreté los dientes hasta atarazar el pañue- lo; y abusé del re... del re... en todas las claves imaginables. Acabó la cura no sin hilvanar una gasa por entrambos boquetes, y después de apretar el médico mi brazo con presión cariñosa, pasó á otra cama sin olvidar de repetir su recomendación de dieta absoluta, y sin dejar de sonreirme con mirada compasiva para exclamar á modo de despedida: ¡Un mes á lo sumol

Siguió la cura en medio de los débiles quejidos de los operados y del silencio medroso de los que aguardaban turno.

Las buenas hermanas servían bizcochos y jerez,

172 RICARDO BURGUETE

endulzando con sonrisas y frases la impresión de las manos del médico.

Ante el dolor ajeno cedía por un fenómeno del egoísmo la impresión del dolor propio.

Tocó el turno de la cura á un herido, del cual no habíamos conseguido oir su voz desde su entrada.

Trató de reanimarle el médico con palabras, y an- te la inutilidad de su esfuerzo hizo se alzaran las colgaduras y ordenó administrarle una poción, que á poco dejó oir la voz del herido entre las frases ca- riñosas del médico que acabó por sentarse en los bordes de la cama. ^

Vamos, hijo: ¡ya hemos oído su vozl

¡Ay! doctor. Por su madre de V... mañana. . De- jarme descansar, ¡Dios mío! .. Volvióse á cerrar el grupo de cabezas alrededor del lecho... se oyeron sú- plicas desgarradoras... sollozos mascullados .. lamen- tos que llevaban al espacio la dolorosa vibración de las entrañas... ¡Ahí no! ¡ahí no. Dios mío!... ¡dejarme un poco!... y tras de agudo y desgarrador grito que rebotó en los ángulos de la sala sucedió un estertor ronco y seco, que abrió el circuito de enfermeros y llevó al médico á buscar en la mesa la botella del calmante...

Se hizo el silencio solemne, callaron todos los do- lores y las hermanas de la Caridad se acercaron cons- ternadas al grupo... Volvió el doliente á articular quejidos y tras de ellos frases. . Amenazaba acabar

[LA. guerra! 173

desmayada la voz del paciente y reanimábale el mé- dico, entre gritos é imprecaciones de mentida so- flama.

¡Es preciso ser hombrel ¡El valor no es sólo pa- ra el fuego! ¡Es para aquí! Seguía un murmullo cavernoso, animábase con los gritos el doliente ala- rido, y entre la revuelta lucha del lecho que crujía sacudido por los nervios del operado, se oía el es- fuerzo de dos respiraciones:

¡Animo! ¡ánimo!

¡Pero V. es cruel, doctor!... ¡Doctor, qué hace! ¡Basta! ¡basta!

- ¡Ay! ¡ya está, hijo mío! Cayeron unos huesos so- bre una jofaina, y entre hondo suspiro de satisfac- ción se vio al médico abrir por entre la fila de dis- cípulos y sanitarios, llevando las manos ensangren- tadas y sacudiendo tristemente la cabeza.

Se trataba de un balazo bestial, que había hecho astillas y polvo la articulación de la rodilla.

Se procedió al vendaje del herido, y en tanto se siguieron las sucesivas curas, pesó sobre aquella ca- ma de dolor y de infortunio una congoja de entre- cortados sollozos que á falta de frases de consuelo hicieron barbotear las plegarias y los rosarios de sor Joaquina y sor Ana.

Acabada la cura de la sala, limpió el doctor furti- vamente sus espejuelos y, jadeante y risueño, des- pués de embrazar atropelladamente su americana.

174 RICARDO BURGUETE

saludó á todos, y mandando retirar la mesa y las jo- fainas sanguinolentas, desapareció compasivo y or- gulloso por la puerta de cristales deslustrados.

Quedó la sala sumida en doloroso silencio, roto á intervalos por entrecortadas quejas ó por suspiros hondos. Del lecho del operado, junto á cuya cabecera permanecían enclavadas las hermanas, elevábase un susurro doliente de rezo ó de congoja.

Sobre el ambiente, clareado á través de los crista- les con el fulgor radiante. del día, pesaba una atmós- fera de antisepsia y un fuerte olor á éter que ador- mecía los sentidos obligando al enjambre de moscas á refugiarse en el techo y en las paredes inmediatas á las puertas de salida.

Sucediéronse en toda la mañana lentas y graves las campanadas que anunciaron la visita de otros departamentos. Vinieron amigos á visitarnos y alter- naban sus entradas y salidas con los de los asisten- tes, que, sigilosos, entreabrían las puertas para llevar ó traer recados á sus amos ó irse por fin á instalar á las cabeceras de las camas. Faera, y al entreabrirse la puerta, chorreaba la luz de un día alegre de firma- mento sereno y saneado.

Transcurrieron las horas de aquel día en medio de una somnolencia que inmovilizó los cuerpos bajo las colgaduras de las camas. A la hora de la comida, las hermanas retiraron los platos intactos y media tarde de modorra roncó entre desasosegadas quejas.

LA guerra! 176

Volvió al tufillo de cocina el mortificante zumbido de las moscas que ahora contrastaba, en el silencio de la sala, con el hilito que gota á gota caía desde un aparato ad hoc sobre la articulación destrozada del herido en la rodilla.

No me fué posible conciliar el sueño. Cerraba los ojos, y despiertos los sentidos á un dolor tan agudo que sofocaba á ratos mi respiración, esforzábame en dormir sin conseguirlo.

El zumbido de las moscas, el gotear del aparato y los agudos quejidos del doliente poblaban de fan- tasmas mi imaginación al cerrar los ojos. Ora era un estruendo formidable de combate sostenido en medio de las abrasadas llamas de una extensión prendida por el contrario, y que calcinaba los cuer- pos de muertos y heridos que no era posible recoger; ora era el asalto sobre un combustible que ardía á la presión de nuestros pies y sumergía las piernas entre ascuas obligándonos á andar á gatas. Tras de sacrificios sin límite nos veíamos obligados á retro- ceder y, sobre el terreno pisado, se alzaban al regreso las llamas abrasándonos pechos y espaldas. Veía los incidentes de la acción. Más á la derecha se exten- día el río y las abrasadas tropas iban á sumergirse en el bajo un fuego horroroso. Volvían los soldados chorreando agua y encendidos en llamas del lado del río y, como cruce de meteoros, perdíanse á lo le- jos vitoreando la pila de calcinados muertos y de

176 RICARDO HURGUETE

chamuscados heridos. Subió la sed á mi garganta, y en los ratos en que mi buen amigo Arguelles pudo llevarme á la realidad, noté mis carnes abrasadas por la fiebre y sentí perennes las agudeces que me pro- dujo el dolor de la sonda.

Entre modorra y modorra llegó la tarde á su tér- mino, y con ella la sed insaciable y el dolor que lle- vo á mi mente la imagen caótica del paroxismo. Rodeábame la sombra y encendidos dardos cente- lleaban en ella por instantes para irse á clavar tré- mulos en los poros de mis piernas. Venían de lejos, de muy lejos y mandábalos un tic-tac imperceptible semejante al de la caída de una gota de agua. Noche cerrada, vino á verme el médico de uno de los bata- llones que acababan de llegar á Manila, procedentes del norte de Luzón. Antiguo amigo mío, procedió á reanimarme con su conversación y decidido, con mis súplicas, á calmar el dolor de mi herida, encargó para una poción de morfina.

Sucedieron unos instantes mortales antes de que volviese mi asistente con el frasco de la pócima... Tomé primero una... y hasta tres cucharadas de morfina en disolución. A la tercera me sentí inva- dir de una laxitud que adormeció el dolor y segui- damente resbaló á lo largo de mis miembros una hinchazón de voluptuosidad que, haciendo hormi- guear la sangre en mi cuerpo, llevó á los sentidos inefable y embriagador arrobo y me adormecí entre

¡LA guerra! 177

aromas inexplicables, en medio de cadenciosas mú- sicas, bajo los iris de una luz suave y somnolienta que cerraba mis párpados.

Desperté muy cerca de la madrugada. El muslo operado hacíame la sensación de un aditamento ex- traño. Me creía poseedor de una pierna de corcho.

Al volver en mí, en la sala alumbrada por la débil claridad de una lamparilla colgada en el centro, des- tacábanse las blancas colgaduras de las camas, y á través de ellas dolíase la reseca respiración de los alientos y goteaba distintamente el aparato destila- dor sobre la cama del operado. Sonaba con volteo impaciente la campana de la puerta del hospital que daba al río. Las hermanas atravesaron la sala silen- ciosas, entre el chaparrear de los rosarios, y fueron á despertar á los enfermeros dormidos de bruces sobre la mesa central.

Heridos que vienen... heridos de Silam.

Era la otra columna que pagaba tributo á la in- surrección.

Entraron á poco los bultos de las camillas entre quejas inarticuladas. Traían los heridos dos días de penosa marcha de innumerables horas á lo largo de la laguna y del río. Castañeteaban los dientes de los cuerpos ateridos al sacarlos de las camillas, y la invasión no sólo repletó las camas, sino que hubo necesidad de repartirlos en colchones por el suelo.

FILIPINAS 12

178 RICARDO BURGUETE

Cesó la campana de voltear, y la sala, sumida en la penumbra que no bastaba á disipar la lamparilla del centro, quedó de momento alterada por las que- jas de los transportados, que, al sentir el reposo, fue- ron debilitando en la sombra suspiros y lamentos.

Volvió á mis ojos el sueño poblado de imágenes; despejáronse mis sentidos al ambiente real y entre el tufillo de la nueva carne despedazada y sangrien- ta me dormí con la visión de los míos, de los seres queridos, que, allá lejos, tras de remotos mares, me aguardaban henchidos de salud y de esperanza para comunicarme amorosos la vida del cuerpo y la quie- tud sazonada del espíritu, en medio del beso de brisa de la tierruca.

XXI

A la mañana siguiente anticipó el médico la hora de su visita...

A la lívida luz que por los cristales deslustrados invadía la sala, revolvíanse impacientes en los le- chos los últimos heridos.

Volvieron los ayudantes á colocar en el centro la mesa de tijera del día anterior, los estuches, los irri- gadores y los paquetes azules de algodón hidrófilo. El doctor, seguido de discípulos y sanitarios, volvió á formar penosos grupos, rodeando las camas, de las que se escapaban las quejas de los pacientes.

180 RICARDO BURGUETE

Las hermanas volvieron á la tarea de reanimar á los operados.

Cuando tocó el turno á los que pudiéramos lla- marnos antiguos, era muy entrado el día. Sobre la cama del operado en el anterior, retocaron el apara- to encargado de destilar agua, y tras de frases ani- mosas, volvió el médico el semblante con torcido gesto.

Para nosotros no hubo cura. De cama en cama fué el doctor, risueño y ufano, observando los aposi- tos y cambiando con los pacientes animosas frases.

Examinó mis vendas y ordenó que me cambiaran de sala aquel mismo día, en unión del de la ró- tula fracturada. Dispuso el jefe de clínica que aqué- lla sirviera en lo sucesivo para hacer las curas y á ella fueran entrando los oficiales convalecientes que todavía necesitaban asistencia facultativa: heridos en la cabeza, figuras densamente pálidas y encorva- das que escondían entre guatas cicatrices del pecho, brazos en cabestrillo, piernas que oscilaban como péndulos entre muletas. Todo desfiló á la clara luz de un chorro de sol, que el médico dejó entrar por una de las puertas de cristales.

Cerrábase el corro de discípulos en cada una de las curas para desatendidas, por cuidar del dolor que en el fondo de mis vendas supuradas dejaron las manos del galeno.

Una de las veces, la voz de éste pidió impaciente

¡LA guerra! 181

la sierra y le alargaron de la mesa un serrucho ni- quelado. Vi entre una clara del corro extender un brazo vendado desde el fondo de un charolado ca- bestrillo y á poco sentí refregar los dientes de la sierra sobre un cuerpo duro.

Me estremecí y olvidé mi dolor para pensar en el ajeno:

¿Qué hacían? ¿Serrar un brazo en seco?.

Mi amigo Arguelles calmó mi sobresalto: quita- ban simplemente la cascarilla de yeso que envolvía una fractura. Cayeron sobre el suelo los cascotes y distintamente exclamar al médico:

Esto está bueno. Este brazo es mío y ya fun- ciona.

Al despedirse la visita, dio el doctor á las herma- nas órdenes en voz baja; la sala volvió á quedar en- vuelta en el silencio, roto á intervalos por la respi- ración entrecortada y doliente de los operados.

Mi amigo Arguelles, antiguo compañero de mi infancia, distraíame contando las vicisitudes de sus primeros años de empleado en el Archipiélago. Casi á ellos se redujo su vida desde que nos separamos. Desembarcó en Manila con una credencial, siendo un niño, y, á la vuelta de muchos años, volvíamos á encontrarnos, él enfermo y sin esperanzas en el porvenir, yo según decía— con una vida risueña capaz de soportar al presente todos los dolores.

Adolecía mi buen amigo del pesimismo del Sr. N.

182 UlCAHho RUUailIíTK

áo la PaTn])nii^M.. A juicio Huyo, Im c.jinipnña Hanprien- ta y (lolorosM. lograría. apac.igUMrwti do inoindiito para resucitar itiíVh tardo y acabar con nuoHtro donniiio. No tenia oKporanza do volver A JÍHpana. Salió Blondo muy niño, y on Ioh ;vñoH do ronidoncia en ol paÍH, que le hicieron liomhní, aprendi(') i\. WwrAíi do amargura íi leer en libro d(!l dentino. Llegó á to mar eajino á aípiella hu negunda tierra.; y éste le ])erd¡ó al cabo tras de hucosívoh HinnaboreH. Veía el porvenir muy negro para y para aíjuellas inlas. KxpulnadoB un día del territorio, volverían pobres, nu\H ])()breH {\\w Halieron, á la. madre ])airia los qu(í habían dejado en aquella tierra sus mejores años. No. El país, A buen seguro, no era hijo ingrato que buM(íaba su enianíMpacióti al cumplir su mayor edad. K\ país s(í a|)a.rtaba de la madre, l'alto do calor niater nal, y la. madre revolvía sus disciplinas. No era un año. Ni (ira un lustro. Ni una (M>nturia. lOran tn^s si- glos de dom¡iiaci(')n, de [)roliijaníiento, y en los tres siglos no se había av(ínlura.do (Mi a.(|uellas tierras mi solo capital d(í la iiK^rópoli. i^a. industria y el co merino miraban á aipiellos [)aís(ís como comprome- tedores de su crédito de aldeano. Kl gobierno nocui- daba do favorecer el terruño con sus tarifas, y las esíMisas relacion(íS comerciales llevaban á aíiuellas tierras la imposición brutal de la ley. Por si esto era poco para distanciarnos de la metrópoli, proseguía con ardor mi amigo Arguelles,— eran mayores los es-

¡LA GUERRAÍ 183

tragos que la política causaba en aquellas tierras. Se cansaba el Parlamento de llamar dulcísimamente hijo al Archipiélago, y tras los discursos encamina- dos á buscar prebendas para altos funcionarios en- cargados de explotar, á medias con gobiernos y opo- siciones, los puestos lucrativos que esterilizaban los veneros de riqueza de aquel desdichado hijastro, se abusaba del lirismo y, á la postre, tras de infinitas credenciales ínfimas que iban á cobrarse en anemia la laboriosidad y el trabajo, sucedíanse los puestos elevados y el cáncer de la codicia, clavándose en la entraña de la tierra, amenazaba acabar con ella y pagaba en oro de buena ley los derroches del liris- mo parlamentario.

Había aún más. Aquellos países, conquistados con la cruz y con la espada, acabaron por someterse á aquellas y por orgullo sectario se hizo creer á la nación que sólo el poder religioso bastaba para so- meter aquellas islas. Fué bien la empresa hasta tan- to que el poderío masónico de principios de siglo disputó en la metrópoli el predominio á las órdenes religiosas. Vencidas éstas en la Península, buscaron su expansión allende los mares: y bien asentado su influjo, desafiaron el poder de la masonería, y en su consecuencia, desconfiaron del ejército. Cristo divi no bastaba para vencer en aquellas tierras. Y habría bastado, si la escena santa del maestro al arrojar por una vez á los mercaderes del templo no se hubiera

184 RICARDO BURGUETE

repetido hasta hacer parábola del vergajo y sacudir á diario á los humildes y menesterosos. La masonería no descuidó su labor, y sujeta á vivir del despojo, perdidas las Américas, se encargó de cebarse en las devastaciones del cáncer político. Vivió como el cuervo, y á su semejanza, devoró los ojos que el moribundo abría á la fe.

La colonia, alejada del capital, de la industria, del comercio, siendo por largo tiempo el vertedero de la escoria peninsular ó el desahogo de las concu- piscencias políticas que albergaba el corazón de la madre, viviendo entre los opuestos sentimientos de los sectarios, estalló al fin y revolvióse airada para buscar pureza...

Aquí de las disciplinas. Y unánimemente el co- mercio raquítico acudía á la política, y ésta, viendo amenazado su venero, hizo caso de las órdenes reli- giosas que al lado de la cruz reclamaban el auxilio de la espada.

El directorio de la nación veía la necesidad de emplear la fuerza para someter al hijo ingrato, y por eso mandaba barcos y más barcos cargados de tropas; pero todo obedecía á un pensamiento de la cabeza alejado del sentimiento nacional. Los barcos iban reclutados en la miseria ó abanderados por el sentimiento del deber. Ni oficiales ni soldados lle- vaban el conocimiento exacto del problema que iban á resolver. A juicio de todos, aquellas lejanas

¡LA guerra! 185

tierras eran una prebenda de la política donde iban á engrandecerse los malos y á perecer los buenos. Nada tenía que ver el problema con la meseta cen- tral á la cual no llegaban los indianos; sin embargo, como en Cuba, de la meseta central se reclutaban los soldados, porque la recluta se hacía en progre- sión de la pobreza...

Al llegar á este punto, la indignación agrandaba los ojos de mi buen amigo y su cutis nacarado y pecoso encendíase con la sangre agolpada en el ros- tro...

¡Horrible! A su juicio no había nada más horrible que emprender una guerra sin entusiasmo. Y aque- llas gentes que entraban á bandadas en el hospital no podían sentir el entusiasmo necesario para una campaña larga. Sentirían, sí, el ardor patrio resuci- tado en el combate por los colores de la bandera: pero ¡ay! que esto era poco sin llevar otro sentimien- to en el corazón. La bandera, á lo largo salpicada y enrojecida en los asaltos, tomaría el color uniforme de la sangre. Y á la vista de la sangre el amarillo sólo sería color de esterilidad. ¿Para qué aquella lu- cha? ¿Qué se salvaba? ¿qué se prometía á la larga? .. Amarillez y sangre. El color de los muertos era el color de la bandera, y la bandera representaba á maravilla la causa. ¡Horrible! ¡horrible! En medio de la inutihdad del esfuerzo, cabíale el orgullo á él, que acababa de alistarse en un batallón de volunta-

186 RICARDO BURGUETE

rios, de ver que los soldados se batían con el entu- siasmo de otras époías. Evocaba la imagen que le hice de las tropas saliendo encharcadas del río para ir á saludar á los heridos y orear, entre vivas, con el viento de los sombreros, las pilas de los muertos.

¡Horrible! ¡horrible! Todo aquel esfuerzo, sirvien- do á una industria ruin, á un comercio raquítico y á una causa política desastrosa, acabaría por aho- garse en sangre. Ya entraba en el hospital á rauda- les- Calló mi buen amigo, y á poco la campana de la puerta que daba al río anunció nuevas barcazas con heridos.

Las hermanas pusieron en movimienío á los en- fermeros y por ellos supimos que se había librado aquella mañana una acción sangrienta en el Zapote y que entre los heridos de tropa y oficiales venía el cadáver del heroico coronel Albert...

Consternó la noticia á la sala. La figura del bi- zarro coronel pasó por la imaginación de todos. Su- cedió un silencio solemne y el gotear incesante que caía sobre la cama del herido en la rótula se alteró por el movimiento desasosegado de éste, que mur- muró entre dientes:

—¡Albert! ¡Albert!

Fué preciso estrechar más las distancias y entre ellas colocar nuevas camas.

La larga perorata de mi amigo y sus razones pro-

¡LA guerra! 187

dujeron hondo desasosiego en mi espíritu, junta- mente con la noticia de la muerte de Albert.

De mi cama y de la del operado en la rodilla sa- lía por igual un olor que yo tomé por de mal agüero.

Sor Joaquina vino cariñosa y risueña á decirnos que nos iban á trasladar para dejar espacio libre y para que, aislados en otros cuartos, lográsemos des cansar. Me asaltó la revelación de la gangrena y á pe- sar de las frases tranquilizadoras del buen Arguelles, cuando llegó la hora del traslado y elevaron los en- fermeros mi cama en hombros, me bastó ver el sa- ludo penoso de los compañeros para aseverar en mi revelación.

Ante quitaron cuidadosamente el aparato del operado y tras de su cama se llevaron la mía, ha- ciéndonos cruzar á lo largo del patio de palmeras que vi inundado de sombras á la llegada.

Aspiré con ansia las primeras emanaciones de sol y de ambiente al bajar la escalinata, y sobre mi ca- becera se cerró la puerta de cristales deslustrados que guardaba la sala general, repleta de camas y camillas.

A nuestro paso por el patio -parterre, sintiendo en mi rostro la caricia del ambiente caldeado, alcancé á ver por el frente opuesto innumerables parihuelas que transportaban á las salas de tropa los heridos de las gabarras:

188

RICARDO BURGUETE

Llegan muchos heridos de la compañía, seño- rito,—me dijo al lado el asistente, que venía de cu- riosear.

¿De la compañía? ..

Recordé las frases de Arguelles, el entusiasmo de mi tropa y el tributo pagado en el primer asalto. No bastaba un esfuerzo. Eran preciso muchos y el tiempo ahogaría en sangre el entusiasmo, llevando á todas las cabezas la explicación enervadora y aplastante de los colores rojo y gualdo de la bande ra: el rojo, el color de la sangre; y el amarillo, el in- sípido color de la esterilidad.

j.vV*-^W, i

XXII

A lo largo de un pasillo cuyas habitaciones abrían á derecha é izquierda, me trasladaron y tomó mi cama puesto en un cuartucho de reducido espa- cio. Separaban las alcobas delgados tabiques que vi- braban con las toses y á cuyo través se oían las res- piraciones.

No fué apresión mía el temor de gangrena. El malestar y desasosiego de la primera noche de mi traslado y la dolorosa cura á que el día siguiente me sujetó el doctor, dieron á mi razón pruebas materia- les. Mi convecino se hallaba en un estado lastimoso, y á juicio de la consulta de médicos, había necesi-

190 RICARDO BURGUETE

dad de amputarle la pierna aquella misma tarde.

Revolvíame desasosegado en el lecho, que emba- razaba el cuartucho caldeado á las horas del medio- día y de la siesta por una atmósfera de horno. Por la única ventana entornada chorreaba el sol, ha- ciendo resudar la resina y encendiendo los nudos de las maderas. Fuerte tufillo de cocina subía del fondo del pasillo, é invadiendo los cuartos llevaba á ellos un enjambre de moscas que, pringosas y pesadas, revoloteaban por los flecos del mosquitero.

Sor Teresa, la nueva hermana, rezaba sus oracio- nes en una habitación desalojada é inmediata á la mía.

Mi amigo Arguelles, ausente por unas horas, no tardaría en volver y colgado á los pies de mi cama, le aguardaba la gorrilla y camiseta china de enfer- mero,—como él decía...

Empezaba á distraer mis agudos dolores y la sole- dad, en la rebusca de recuerdos lejanos. Y subyu- gado, entre duros calambres, por el poder hipnóti- co del pasado, adormecía mis nervios á fuerza de arrobar los sentidos en el recuerdo, cuando un des- usado movimiento me llamó la atención del lado del pasillo. Vino á decirme mi asistente que iban á á llevar á mi convecino á la sala de amputaciones y que de antemano llegaban los médicos á clorofor- mizarle. Oí distintamente el murmullo de muchas voces que hablaban con tonos enérgicos y convin-

¡LA guerra! 191

centes; después siguieron á ellas súplicas, sollozos y tras de una respiración jadeante de cuerpo que lucha revolviéndose en el lecho, se oyeron frases inarticuladas, gritos ahogados, y por fin órdenes enérgicas comunicadas en voz baja. No tardó en oirse, á lo largo del pasillo, un arrastre de pies y el frotar que en las paredes producían l(>s brazos de unas parihuelas conducidas en alto. Por la puerta entreabierta alcancé á ver el grupo que, seguido de los doctores, conducía entre mantas el cuerpo inmó- vil del cloroformizado.

Media hora escasa tardó en aparecer un enferme- ro, llevando en un cubo una pierna, de un amarillo de cera y que chorreaba sangre en el envoltorio de un trozo de sábana.

La llegada de mi amigo Arguelles coincidió con la vuelta de las parihuelas que obligaban á refrotar los cuerpos de los conductores á lo largo del pasillo. Traían, según me dijeron, el cuerpo de aquel infor- tunado, que sin volver del letargo, acababa de su- frir una amputación por muy arriba del muslo, casi á cercén del tronco.

No pude en aquella noche conciliar el sueño, ni aun abusando de los tragos de bromuro.

En las primeras horas del alba, volvió en dan- do gritos desgarradores el amputado.

Pusiéronse en conmoción los enfermeros de guar- dia, y en unión de la hermana, le suministraron

192 RICARDO BURGUETE

una dosis de calmante que adormeció las explo- siones agudas del dolor, para dar paso á una queja sollozante y débil, que escupía á ratos blasfemias y súplicas, revolviéndose no ya contra el destino sino contra el dolor implacable:

Pero ¡Dios mío! ¿qué es esto? si me duele el pie; el pie izquierdo, ¡el pie que no tengo!

Recordé las torturas que narra Silvio Pellico. De un modo semejante se quejaba aquel desdichado, y se revolvía suplicante contra la pobre naturaleza que mísera y doliente sufría en la carne desgajada.

Pasó por mis ojos la vista de aquel cubo y de aquel pedazo de pierna amarillenta; carne muerta é insensible que, á la sazón enterrada ó arrojada al río, mortificaba, por un fenómeno muy común, el cuerpo abandonado del vivo.

XXIII

Sucediéronse los días y las noches y conllevé'el tiempo auxiliado por mi buen amigo que, sujeto á la cabecera de mi cama, separábase de ella para re- tirarse á descansar de noche ó para asuntos peren torios del día.

Fué aproximándose el de mi mejoría, pero, entre- tanto, á los dolores del cuerpo sucedieron mil emo- ciones del espíritu.

FILIPINAS 13

194 RICARDO BURGUETE

Los cuartos vecinos del largo pasillo fueron lle- nándose á medida que avanzaban las operaciones de la columna del Sungay, y por las frecuentes al- tas de hospital, estábamos al tanto de los combates.

No dejó un momento de sonar la campana anun- ciadora de las gabarras ensangrentadas del río.

A diario llegaban nuevas vítimas y á diario suce- díanse los asaltos.

Cada convoy de carne suponía una jornada; y só- lo en esta forma ganábase el camino y sosteníase enhiesta la bandera que tremolaba á impulsos del avance.

¡España! ¡España! Durante las horas del día, com- pañeros venidos de las Pinas y de las avanzadas del Zapote traían, con el recuento de las últimas opera- ciones, ráfagas de entusiasmo y ambientes de salud y riesgo que vivificaban la atmósfera de los lechos cargada de iodoformo, de pesadumbre y desdicha.

Al cerrar la noche y en el silencio de ella, salía por igual la imaginación de los enloquecedores deli- rios ó de las pesadas vigilias con la frase entusiasta: ¡España! ¡España! que, ora débil ó robusta, respon- día al ¡quién vive! de los centinelas apostados en la margen del río.

Una tarde y una noche faltó mi amigo Arguelles, y coincidiendo con las horas de su habitual llegada, un movimiento desusado puso en conmoción las fuer- zas de sanitarios y enfermeros, y tras de ellos vinie-

¡LA guerra! 195

ron á nombre del oficial de guardia en demanda de mis asistentes, para que armados fueran á reforzar Jas patrullas encargadas de defender el edificio.

Por el sargento encargado de comunicarme la pe- tición supe que aquella misoaa mañana acababa de sublevarse una fuerza indígena de carabineros y que secundaban el movimiento en los barrios extre- mos numerosos afiliados al Katipunan. Por dela- ción acababan de hacerse prisiones entre el servicio del hospital, y hasta aquella hora no se tenían noti- cias del movimiento de insurrección, porque volunta- rios y tropa batíanse contra los sublevados en la calle.

Quedé solo^ completamente solo, en mi cuarto - celda, y por el cristal de la entornada ventana des- filó un atardecer somnoliento y triste, alterado por el paso de las patrullas que iban á reforzar el cor- dón del río ó las puertas avanzadas del exterior.

Sumido en la soledad del cuarto y de mi abando- no, creí percibir anochecido ecos de descargas leja- nas, que zumbaron en mi almohada con rumor más distinto del que á cada cambio de postura llegaba á mis débiles oídos...

La noche cerró sin que sor Ana, con su habitual dispUcencia, calmara con palabras mis incertidum- bres.

Era bien corrida la media noche cuando el relevo devolvió mis asistentes, y por ellos supe noticias comunicadas en la avanzada.

196 RICARDO BURGUETE

Se había vencido la insurrección en las calles, pe- ro con muchas bajas de una y otra parte.

La mitad de los enfermeros é internos indígenas de la facultad de Medicina, estaban presos por ha berse comprobado que fraguaban un complot para rematar á los heridos y prender fuego al hospital al estallar el movimiento subversivo.

Toda la mañana repitióse el cruce de las patru- llas por debajo de mi ventana, y alternándose con ellas, S9 sucedían los «alertas» de los centinelas que aseguraban el exterior del edificio.

A los pies de la cama aguardaba á mi buen ami- go sa ropa de enfermero; y pensé que, afiliado á una guerrilla de voluntarios, acaso á aquellas horas estaría batiéndose con los restos dispersos de los sublevados.

Muy de madrugada, logré conciliar el sueño por breve espacio, y me sacó de él el trajín de la diaria visita médica.

Llegó á la cama el buen doctor, y pulsándome en tanto buscaban mis ojos á mi buen amigo, ordenó me suministrasen una poción de bromuro.

No reconoció aquel día los vendajes, y sentando se á los pies de mi cama, dijo con inflexiones de voz trémula y cariñosa:

Creo no necesitar entereza para comunicarle una mala noticia: su amigo Arguelles quedó grave-

¡LA guerhaI 19/"

mente herido en el combate contra los sublevados y no hay esperanza de salvarle.

La desgracia, fatal é irreparable, llevó con toda su gravedad la emoción á mis ojos:

—¿Muerto?

—Muerto, sí. Un balazo en la cabeza. Pero hay que sobreponerse, ¡ea! Usted debe de estar hecho á forta- lecer el ánimo...

Tragué la amarga noticia. Toda la abnegación de mi buen amigo, de mi buen enfermero, durante mi estancia en el hospital, pasó por mi memoria y á la par acudió á mis ojos su figura fraternal y cariñosa que yo veía entonces en el fondo de aquellas ropas que, colgadas á los pies de mi cama, aguardaban el calor de su dueño.

Resbaló la chaqueta al suelo al rozarla un sanita- rio, y pensé en la caída de mi buen amigo, descol- gado de la vida como guiñapo ensangrentado, en las aceras de una calle.

—Es preciso ser fuerte, volvía á repetir el doctor. No basta el esfuerzo físico, hace falta el moral: y con él sobreponerse á todo; yo lucho también, hijo; y tengo mis quebrantos de cuerpo y alma. Quisiera tener cien vidas para cuidar á mis enfermos y cien manos para asistirles... Lucho con la muerte á brazo partido... á cambio de mi salud disputo la ajena; y sin embargo, la muerte, batallando, aniquila mis fuerzas y se lleva los enfermos. No se puede luchar

198 RICARDO* BURGUETE

con el destino y hay que sucumbir á sus exigen- cias... Menos mal cuando viene de golpe y se lleva una vida, pero ¡qué cruel cuando da esperanza; cuan- do da aliento para la lucha y reta con un asomo de asidero, de tíaqueza! .. Estoy hecho á luchar y acabo por declararme vencido sin capitular nunca. Usted conoce mis esfuerzos con el último amputado; pues bien, al cabo se murió y de aquí se le sacó sigilosa- mente. Luché con él lo indecible, acudí á horas ex- traordinarias, combatí sin descanso la muerte y la muerte vino. Anoche se me murió en la sala general otro en quien saqué, á fuerza de cuidados, un aside- ro de esperanza. Vano empeño en los dos... Pero no desmayo, tengo otros aun, y á fuerza de salud y vida reanimaré las suyas. Empero es preciso sobre- ponerse á la desgracia y ser fuerte. Ustedes tienen su heroísmo allá bajo, frente á trincheras; yo lo ten- go aquí junto á las camas, y es por igual gloriosa la misión. Ustedes á salvar honras, yo á salvar vidas. Heroísmo hay allí y heroísmo aquí: heroico es todo sacrificio de vida por el bien ajeno.

Escuché al doctor, y consolado y más conforme eché de ver en su semblante los estragos de la vida activa. Su abnegación y su trabajo excitaba vivísi- mo reconocimiento y gratitud en sus clientes.

Desde el día de la primera visita, notábase en el semblante del médico la palidez terrosa de la fati- ga, y al través de los lentes una orla violácea rodea-

¡LA guerra! 199

ba los negros vivarachos ojos de... punto estuve de ser indiscreto).

Se despidió de con un efusivo apretón de ma nos y le exclamar á lo largo del pasillo:

Hoy no hay cura.

De todos los cuartos salieron alegres saludos para el doctor y suspiros de satisfacción que, ante la idea del descanso, exhalaba la carne dolorida...

Terminada la visita, volví apesadumbrado al re. cuerdo de mi pobre amigo, que con un «hasta lue- go» habitual se despidió de la tarde anterior. Recordé sus pesimismos y vi empezaban á cumplirse sus profecías: la insurrección iba en aumento y amenazando prender en toda la población del Archi- piélago... El no tenía esperanza de volver á España^ ni aun casi de ver la esterilidad de los esfuerzos de la guerra.

Vino á mi pensamiento el recuerdo do Ja tarde que, paseando en coche á lo largo de las calzadas, me señaló la balumba de bahais de los barrios exte riores: allí, allí anidaba el foco y de allí vendría la oleada formidable.

La muerte de mi amigo en una encrucijada de aquellos mismos lugares, por él señalados, ponía un sello de triste garantía al resto de sus aseveraciones.

Toda la mañana estuvieron entrando en el hospi- tal heridos de la tarde anterior. Al mediodía un tris- te y acompasado campanilleo, seguido de un lento

200 RICARDO BURGUETE

arrastre de pies, para conocido, cruzó por el pa- tio, recordándome que iban á administrar el viático á los más graves.

Se iluminó por un momento con un hilito de luz artificial la juntura cuadrangular de la ventana, y sus maderas, herméticamente cerradas y expuestas al sol, empezaron á sudar durante la tarde lagrimo- nes de resina á través de los nudos que diéronse á mirarme fijos como pupilas sangrientas.

|XXIV

Un día, el cabo de mes y medio de inmovilidad y de cama, me concedió el médico autorización para levantarme. Trajéronme unas flamantes muletas que supe había encargado á prevención aquel solí- cito y cariñoso amigo, perdido para siempre, con el afán de verme levantado pronto y de poder reali- zar nuestros proyectos de feliz y tranquila convale- cencia en el retiro de una quinta alquilada por él.

Colgado de los palitroques sin acertar á dar un paso, salí con el apoyo de mis asistentes, al patio central, donde á la sazón otros heridos y enfermos respiraban el aire embalsamado de la mañana.

Me tendieron en una dormilona (silla larga) de

202 RICARDO BURGUETE

mimbre, y apoyado entre almohadas, ordené que de- jasen las irresistibles muletas junto á la cabecera.

Respiré con fuerzay fruición el aire inhalado de sol y de emanaciones de aromáticas plantas del parterre.

El hospital de una sola planta componíanlo un sistema radial de galerías y salas que iban á rema- tar en escalinatas resguardadas por cobertizos de madera y zinc. Sobre la plazoleta central enarenada á lo largo de los laberínticos macizos de tierra er- guíanse esbeltas palmeras, coquetones arbustos, y multicolores plantas.

Tendido en la perezosa y alzando poco más de una cuarta del embaldosado suelo, veía un retazo de firmamento de un azul limpio y sereno que á lo lejos recortaba airosas las siluetas de los árboles, cu- yas hojas estremecidas por la brisa cantaban albo- rozadas, bajo los efluvios de dulzura emanados del celaje diáfano y azulado.

Contesté á las preguntas de mis compañeros y entré en la conversación general de los contertulios que, formando corro y en caprichosas posturas, cui- daban solícitos de salvar de roces y de trasladar á lo largo de la silla con esmero la parte dolorida del cuerpo.

Espaldas y pechos enguatados formando jorobas de vendajes: cabezas y caras escondidas entre tur- bantes de algodón en rama; brazos enfundados en cabestrillos de charol; manos y pies entablillados so-

¡LA guerra! 203

bre plantillas de madera que asomaban bajo apelo- tonados envoltorios: be aquí el bosquejo del corro de oficiales que challaban.

En el frente opuesto del parterre y en el ala del edificio destinado á la enfermería de tropa, los con- valecientes vestidos con batines de enfermo discu- rrían en corros ó paseaban apoyados en brazos de enfermeros ó colgados de muleta?.

Mucbo rato me entretuve en ver á un soldado amputado de una pierna hacer los primeros pinitos y dar solo algunos pasos con muletas á lo largo de las revueltas y enarenadas avenidas del jardín.

Creí aquella soltura hija de una habilidad prodi giosa.

Hasta entonces no había parado el pensamiento á considerar la difícil maniobra de acostumbrarse á guardar el equilibrio colgado el cuerpo de las muletas.

¡Ah! ¡hasta que yo aprendiesel

Logré con tesón, al cabo de algunos días, tras arriesgados "^ " ensayos servirme de las mulé- /

tas, y cuando una tarde embalsamada y melancólica ' logré atravesar el parterre, sentí un estremecimiento de dicba y una súbita emoción me hizo detener jun- to á un macizo de palmeras y ocultar el rostro baña do en lágrimas.

Largo rato estuve sin poder sofocar los sollozos. No supe entonces, ni ahora por qué lloré. Pero sin sa ber la causa, el llanto corría abundante por mis me-

206 RICARDO BURGUETE

jillas y estremecía mi cuerpo con una sensación in- efable de alivio.

Lloraba al retorno de la movilidad... Lloraba mi histerismo traumático, según me dijo el médico. Pero no. No me basta. Lloraba algo más que eso, y sentía desfallecer mi cuerpo en un abandono de ternura que estuvo á punto de dar conmigo en el suelo, en medio del blando y dulce ambiente de la tarde embalsamada y melancólica.

Pasada la crisis enderecé el cuerpo y proseguí la marcha en demanda de la escalinata que daba ac- ceso á la sala general de heridos de tropa. Muy cerca de pasó el furgón amarillo y negro que á diario conducía los muertos del depósito ó del anfi- teatro.

Subí la escalerilla del brazo de los enfermeros y fui á lo largo de las dos hileras de camas de la sala buscando rostros de soldados conocidos.

Incorporados entre almohadas algunos; tendidos como cuerpos exánimes ó revolcándose entre sábanas á los sacudimientos del dolor otros. Todas las caras délos enfermos, de un amarillo de cera, contrastaban con los semblantes sanos de los enfermeros y sani- tarios, que daban pociones á los heridos, acudían á sus llamamientos, ó formaban caprichosos grupos ayudando á vestir ó asistiendo en los primeros pasos á los convalecientes.

Sobre algunas camas vacías que acababan de re-

¡LA guerra! 207

cogerse, la tablilla «fallecido» sustituía á la planche- ta del número y daba al montón de jergones y al- mohadas recogidas en el testero un aspecto de sen- sación heladora, de humedad, de frío.

Fui saludando y recibiendo las cariñosas felicita- ciones de algunos de mis soldados Sobre una de las camas, el blanco lienzo de una sábana cubríalas rigideces de un cuerpo que acababa de expirar. En la cama inmediata, un herido volvía los ojos con ex- presión de angustia infinita, y paseaba sin cesar la mirada por los pliegues de la sábana que denotaban la rigidez de los salientes del cuerpo lívido y helado.

Volví sobre mis pasos, después de reanimar con esperanzas de pronta cura á los soldados de mi compañía. Muy cerca de la puerta inundada por la luz mortecina del crepúsculo, y oreada por ráfagas balsámicas que ventilaban el pesado olor de iodo- formo y gasa fénica, un enfermero se me acercó guiando á un soldado ciego que extendiendo anhe- loso los brazos en el vacío me llamó indistintamente:

¡Mi capitán! ¡mi capitán!

Reparé en el infeUz y recordé que el día del asal- to recibió un balazo de sien á sien que le dejó mi- lagrosamente con vida, vaciándole los ojos...

Le así cariñosamente de un brazo y á mi voz le sentí estremecer y parpadear penosamente con el semblante compungido:

208 RICARDO BURGUETE

Yo no veo, mi capitán: no veo, pero oigo su voz: está bueno ya. que lleva V. muletas porque las oigo. Qué pena, mi capitán, no poder ver ya las ca- ras conocidas de otras veces. ¿Curará V. bien?

—Sí, hijo, sí, que Dios te bendiga, ya volveré á verte... Y salí de allí con el corazón angustiado por el interés del pobre ciego.

A la mañana siguiente, se supo en el hospital la noticia de un nuevo y reñidísimo combate de la co- lumna del Sungay.

Cuando llegó el médico á pasar la visita, me anun- ció que al día siguiente sería trasladado al convento de Padres jesuítas. Supe que las diversas comunida- des se repartirían los convalecientes para dejar libres las habitaciones á las nuevas remesas de heridos.

Abandoné el hospital después de visitar muy de madrugada la sala general de oficiales, la de tropa, y de saludar á las hermanas.

Di un adiós de despedida á aquella cama mía y al cuartucho, y salí para tomar el coche que había de conducirme al convento. Bajé las escaleras solo, apo- yado en los palitroques y sintiendo oscilar la pierna como un péndulo.

Cuando salía el vehículo de las puertas del hospi tal á las que di emocionado un cariñoso adiós, la campana de la puerta volteaba anunciando la pre- sencia 'de las gabarras del río.

Con el caballo al paso y en una mañana espíen-

¡LA guerra! 209

dida atravesó el coche la calzada de Arroceros y si- guió á lo largo del río dejando á la derecha el puen- te de España, para entrar por una de las puertas de la ciudad murada. Entre bocanadas de viento pare- cían mis pulmones aspirar un algo dichoso que ha- cía hormiguear la sangre en mis venas y trajo á mi semblante un ligero ardor.

Me pareció que salía á otro mundo. Al mundo de los dichosos, y, complacido, veía discurrir la gente á derecha é izquierda lozana y ágil.

Un lando que llevaba un ramillete de lindas eu- ropeas pasó á la carrera por mi lado, y fué á perder- se á lo lejos con el toldo de pintadas sombrillas y entre nubes de polvo que entrevelaban una desbor- dante espuma de blondas y encajes.

Aspiré con fuerza el olor á carne rosada y sana, y estremecido entré en la vetusta Manila, bajo el repiqueteo de campanas que á se me antojó ri- sueño nuncio, invitador de albergue tranquilo y so- segado.

FILIPINAS— 14

XXVI

Me alojaron en el convento en una buena celda cuyas ventanas abrían á una calleja.

De blanco armiño que respiraba pureza era el co- lor dominante en el lecho que me destinaron, cuya estrechez extremada asociando de continuo al cuer- po y al espíritu la idea de la castidad y el celibato hacía imposible todo sueño pecaminoso en el an- gosto espacio del catre, que apenas si dejaba libres los brazos para que, apoyándose en los bordes de la cama, permitieran revolver el cuerpo.

Una mesa con devocionarios; sillas de baqueta, una perezosa á un lado y cuadritos de bíblicas y mi-

(LA guerra! 211

lagrosas leyendas, completaban el ajuar del cuarto que, exento de todo lujo, respiraba quietud bendita, recogimiento solemne y misteriosa unción.

Los buenos padres interesados por mi comodidad y mis deseos, acudían frecuentemente á interrogar mis gustos y sostenían animosas pláticas sobre la guerra, facilitándome de continuo cuantos periódi- cos y noticias venían á dar cuenta de las operaciones.

El severo reglamento de la comunidad daba al ocio de los padres y hermanos escasas horas; y en ellas acudíamos los convalecientes á la sala de visi- tas, inmediata á un vasto corredor asoleado que daba al mar y desde el cual se divisaban las costas de Ca- vite.

Con fervoroso interés, y ayudados por potentes an- teojos terrestres que los religiosos hicieron llevar del observatorio, seguíanse á diario las operaciones de la columna del Sungay. Gozábase la comunidad con cada uno de los triunfos de nuestras armas; y con el ondear de las banderas después de nuestros asal- tos sobre las torres de los pueblos enemigos, visi- bles á través de los potentes anteojos, llegaba al con- vento la noticia de cada triunfo casi á la par que á los centros oficiales.

Establecieron un hermano de guardia permanen- te para avisar las nuevas, y éstas interrumpían á toque de campana las pláticas religiosas, en ocasio- nes, apenas comenzadas.

212 RICARDO BURGUETE

Fuera de estas oportunidades ó del rato de solaz délas tardes, la comunidad desaparecía para acudir á las cátedras de los numerosos discípulos ó para encerrarse en las celdas abiertas en los anchos pasi- llos, pavimentados con maderas suntuosas. El palacio conventual alzábase en cuatro acodados cuerpos de edificio que rodeaban un patio destinado para gim- nasio y solaz de los alumnos internos.

Alumnos, clases, bibliotecas, gabinetes y museos, ocupaban dos alas del convento y las otras dos que- daban para uso de los padres, entre cuyas celdas,— eligiendo las mejores,— se colocaron los enfermos.

No comíamos en el refectorio general. Servíannos dos hermanos en un cuarto asoleado que daba á la calle y hasta el cual subía de continuo el rumor mundano del exterior.

Vinos generosos y abundante y sazonada comida presentaban en la mesa, no exenta de distinción y adornada á diario con aromosos centros de flores.

Los buenos hermanos, con discreta distracción, pasaban inadvertidos por los retazos sueltos de nues- tra conversación que á veces excedía del tono rosa, ó alternaban con calor en nuestras discusiones de la guerra, cuando dejando reposar el opoponax y la en- carnación tibia de Eva, volvíamos al tema inacaba- ble de la profesión y de la guerra.

El prior y los padres, al salir del refectorio, ve- nían á mezclarse en nuestras conversaciones de so-

[LA guerra! 213

bremesa y á preguntar consecuentemente: «Cómo ha- bían comido sus enfermos».

A la hora de los postres reinaba en el comedor la franca alegría de los cuerpos que, convalecientes, iban tomando vida en medio de la paz claustral.

La animación de los semblantes de los padres que respiraban salud y fuerza, parecía contagiarnos en medio del ambiente de recogimiento y paz que lle- naba los pasillos y habitaciones del convento.

La noticia de la última heroicidad realizada en los asaltos diarios, era el tema obligado de la con- versación final... A los padres les encantaban los hé- roes, y ellos también los tenían en sus huestes y á su vez nos señalaban los cuadros del comedor...

No eran del todo malas las pinturas. Un cuadro representaba un naufragio; la tripulación acababa de replegarse en las lanchas como última esperanza, y un padre de la Compañía desaparecía arrodillado en la cubierta, embestida por oleadas gigantescas, negándose á seguir á todos, para que sus últimas oraciones y sacrificio sirvieran de redención que sal- vase á los náufragos apiñados en los botes. Más allá, otro cuadro representaba el martirio de un padre vestido de fakir indio, entre tribus implacables y feroces. Acullá, preparábase un festín canibalesco y una tribu de negros disponíase á tostar vivo á un anciano, cuyos brazos, trabados por la espalda, de- jaban á las manos libre espacio para poder llevar á

214 RICARDO BURGÚETE

los labios un crucifijo, besado entre plegaria y ple- garia... Se llamaban fray Domenech... fray Juan. No recuerdo bien los nombres, ni creo que la comuni- dad los conocía con certeza. Eran héroes anónimos, cuyo sacrificio ejemplar se enseñaba á todos y se repetía de unos á otros agrandado por la aureola de la innotoriedad. Murieron en un día, en una hora, no importa la fecha ni el momento, y en la obscuri- dad de su sacrificio iban á vivir en aquellos cuadros vida postuma y gloriosa, llenando las paredes de aquel comedor asoleado, único cuarto de la casa al que llegaba distinto el rodar alegre y mundano de la vida exterior.

Recogíase la comunidad en las primeras horas de la noche y alzábase con las del alba entre alegre to- que de maitines, al que seguía á poco el repiqueteo de la primer misa que iban á oir los religiosos en la iglesia inmediata, que comunicaba con el palacio conventual.

Fui haciéndome en los días sucesivos á la quietud ambiente que calmaba el cuerpo y el espíritu, mejor que las dosis de bromuro.

Bajo chorros de sol, filtrados á través de las ver des persianas de mi cuarto, despertaba invariable- mente entrado el día, entre alegre repiqueteo de campanas y oyendo el sonar plañidero y aflautado de los órganos de la iglesia, que iban á estremecer mis carnes con efluvios de vida reposada y lozana.

¡LA guerra! 215

Avanzaba la cicatrización de mi herida. El buen doctor no nos abandonó ni un solo día, y cada vez acentuábase más en su pálido semblante el color aceitunado de las ojeras pisadas por el cansancio y la fatiga.

A lo largo de los pasillos, y haciendo prodigios con las muletas, discurría con el resto de mis com- pañeros ó iba á distraerme en la sala de visitas mi- rando la dilatada extensión del mar ó el frondoso bosque de la lejana costa enemiga.

Cruzaban los padres silenciosos á lo largo de los pasillos, llevando recogidas entre las manos las cuen- tes de rosario y un libro de oraciones é iban á des- aparecer con sus hábitos negros, después de saludar- nos con inclinaciones de cabeza, sobre los boquetes del muro en que se abrían las celdas.

Una mañana se alteraron las costumbres del con- vento por todo el día. Fué aquel en que las opera- ciones marcaban la toma de Imus.

Imus era para todos la llave de la insurrección, y tales defensas tenía desde largo tiempo acumuladas el enemigo y tales esperanzas, que, de arrollarlas, po- día darse por concluida la guerra. Desde muy tem- prano nos instalamos en la sala de visitas, alternan- do en mirar por los anteojos que enfilaban la cúpu- la y la torre del pueblo enemigo.

El bosque cubría la casa del poblado y extendía- se como un mar, ocultando la marcha de la colum-

216 RICARDO BURGUETE

na. A media mañana, una nubécula de humo que avanzaba por encima de la copa de los árboles y que nosotros conocíamos como indicadora del fue- go, por los asaltos anteriores, fué á estacionarse por las inmediaciones del pueblo. No avanzó resuelta la nubecilla como otras veces. Se mantuvo estancada, é irritando nuestra impaciencia durante muchas ho- ras de observación, nos cogió á todos el toque de campana del medio día.

Lanchas de vapor cruzaban sin cesar por la tersa superficie del mar, llevando y comunicando órde- nes á la escuadra que, anclada en las costas de Cavi- te, rompía el fuego sobre los pueblos enemigos in- mediatos á la costa.

Durante la comida, no hablamos de otra cosa que del resultado del combate.

La incertidumbre, siempre temerosa, exageraba las defensas insuperables del enemigo. Y el temor á un descalabro, después de la rápida serie de triun- fos, se pintó en todos los semblantes é hizo al final exclamar á los animosos padres: «Es raro que el hu- mo no avance como otras veces».

Volvimos á las ventanas que nos servían de ob- servatorio, y la aprensión barrió la esperanza y nos hizo creer que el círculo de humo se alejaba cada vez más del circuito del pueblo. Pasó la tarde y en medio de la transparencia del ambiente veíamos cla- ro, con ansiedad anhelosa, cerrar ó distanciarse la

¡LA guerra! 217

columna de humo. Por fin cesó el flujo y reflujo, y empezó á alejarse como barrida por el viento, pri- mero un trecho, luego otro, hasta desaparecer á lo lejos en los confines del bosque. Pasó por todos los espíritus marcado desaliento, y los atónitos ojos, mi- rando desmesuradamente abiertos la lejanía, no po- dían hallar pretexto para engañar la realidad. Se iba, se iba el humo. Era indudable que retrocedían. ¿Y á qué costa? ¿qué horrible desastre arrollaba nuestras fuerzas como barridas por un viento de tem- pestad? No había esperanza. Se dejaron los anteojos que inmóviles enfilaban silenciosos la torre de Imus, próxima á quedar arrebujada en las sombras de la tarde, que para todos empezaba á trasponerse en medio de un silencio trágico.

El hermano de guardia movió el anteojo y contes- tó á nuestras miradas con signos negativos: «El hu- mo se alejaba».

Una de las veces limpió el retículo con la sotana y gritó alborozado: «¡La bandera, la bandera' >

Fué la conmoción tan violenta para todos, que nos precipitamos á los anteojos y, á la aseveración del segundo observador, estalló una unánime salva de aplausos. ¡España! ¡España! Era verdad. En lo alto de la torre tremolaba gallarda al viento la ban- dera de la patria roja y gualda. Roja con la sangre vertida por sus hijos para salvarla, amarilla con la amarillez oriflama de la gloria. Permanecí largo

218 RiCAUDO BÜKGUETE

rato pegado al catalejo, cuyo cristal acababa de em- pañarse al vaho lacrimoso del entusiasmo. Al fin era nuestro el triunfo y la enseña gloriosa, apuntando á Occidente sacudida por una fuerte brisa, que aventó poco antes las nubes de humo, vibraba trémula al espacio salpicada de sangre y oro.

Coincidiendo con la realidad y nuestra alegría, lanzáronse inopinadamente al vuelo todas las cam- panas de las parroquias. La noticia habíase comuni- cado por igual á todos; y á poco rasgaron el espacio estallidos de cohetes y bengalas, rompiendo el silen- cio trágico del día que, á su vez, nos pareció verle acostar risueño entre sombras, allá lejos, en la vasta superficie del mar.

En las primeras horas de la noche vinieron emi- sarios á comunicar nuevas al convento. Manila se engalanaba con colgaduras. Cohetes y bengalas cho- rreaban fuego en el espacio, y las músicas tenían orden de recorrer los arrabales céntricos para ani- mar y hacer general el regocijo.

Habíamos vencido la llave de la insurrección, pero entre raudales de sangre. Las primeras noticias hacían ascender de nuevecientos á mil el número de nuestras bajas.

Cerró la noche por completo. Después de cenar y tras animados brindis de sobremesa, me retiré á mis habitaciones, rendido por las emociones del día que hacían hormiguear las cicatrices de mi herida.

¡LA Guerra! 219

A través de la entreabierta ventana llegaban el ale- gre voltear de las campanas y los estallidos de tra- cas y cohetes, mezclados en lejanas ráfagas de mú- sicas y gritos. Un «¡viva España!» trémulo, débil y rumoroso, á semejanza del que en el viaje á lo lar- go de las aguas, llegó á mis oídos. Recordé la bande- ra plegada en el Alfonso XIII con exangües palpita- ciones de moribundo; henchida luego en la popa de los barcos, la tarde de la primera concentración de tropas á lo largo del Pasig; y por fin, erguida y flamante en el anochecer de aquel día para nosotros de ansiedad y de zozobra.

¡España! ¡España! Sólo la imbecilidad egoísta que no entiende el sacrificio, puede desconocer el entu- siasmo y la melancolía que á mi mente llevó en aquella noche el apagado grito venido de la lejanía. Reconté la lista de los sacrificados y mi imagina- ción se transportó á las pilas de muertos que, en aquella noche, dormirían el sueño eterno bajo el ful- gor de aquellas mismas estrellas que yo miraba bri- llar por entre las persianas de mi cuarto. ¡España! ¡España!: recordé el alerta del cordón de centinelas que á la derecha del río aguardarían el paso de las gabarras atestadas de heridos. Volvió á mi imagina- ción el recuerdo de tanto infortunio como atestaría las salas del hospital. Creí percibir el estertor de los moribundos oído durante tantas noches; el arrastrar del furgón de muertos; el paseo lento del Viático, las

220 RICARDO BURGUETE

quejas dolorosas de los amputados y el descuartizar de miembros que palpitando llevaríanse á enterrar en las orillas del río.

Más distintos y vecinos llegaron hasta los acor- des de música y los vivas de entusiasmo: «¡España! ¡España» la muchedumbre coreaba junto al gobier- no general. ¡Ah! benditos mil veces los penosos sa- crificios por la patria. La madre besaría bienhecho- ra y calmaría con gratitud las torturas de sus hijos. Para algo había sido el esfuerzo. Y el esfuerzo había conseguido que tremolara en la torre de Imus el escudo noble, y blasonado de todos. Volví á verle, como en la tarde, tremolar sacudido por la brisa; apuntando á Occidente; al camino de la tierra ben dita. Y pensé que en aquel paño mandaban los hi- jos á la madre un beso empapado á flor de labio en la sangre bendita del sacrificio.

M.

XXVII

Vencida la resistencia en Imus, se forzó el paso del Zapote, y combinadas las fuerzas de una y otra orilla, fueron apoderándose de Bacoor, No veleta, Ca- vite, y siguió el avance empujando al batido enemi- go sobre la costa y la cordillera del Sungay.

En los días que tardaron las fuerzas para desarro- llar su plan, servíanos á maravilla el observatorio improvisado en la sala de visitas del convento. De día en día denotaba el avance de la columna, la marcha y progreso de nuestra acción ofensiva.

Al final de cada jornada, el pabellón español on- deaba glorioso en la torre del pueblo conquistado.

A cada conquista la población se engalanaba fes- tejando el suceso con músicas y cohetes. Hasta la austeridad del convento pareció llegar el regocijo y

22 ¿ RICARDO BURGUETE

en los risueños semblantes de los padres y en las frecuentes visitas á la sal a- observatorio, crei ver romperse la severidad solemne que llenaba los pasi- llos en los primeros días. Una alegría discreta y mun- dana venía de la calle y alborozaba á todos con las frecuentes visitas de los mensajeros diarios de sucesos.

En el comedor abundaron profusas las flores, y desde aquel día, á iniciativa nuestra no faltó un rami- to para colgar al pie de los cuadros que representa- ban el más sublime de los heroísmos: ¡Aquel que con el sacrificio y la vida entierra la notoriedad!

El aroma de las flores embalsamaba en el alegre comedor la vida postuma de aquellos santos, naci- dos para acabar en el martirio, hartos de cosechar espinas. El padre náufrago; el misionero vestido de fakir; el venerable anciano atenazado en el fuego: todos vivían en aquellas pinturas y todos recibían el balsámico agasajó, tributo de nuestra admiración despertada por otro heroísmo análogo, por el de aquellos que á diario sucumbían allá abajo entre raudales de sangre para alzar en las torres un sím- bolo, una enseña: la más grande después de la sa- crosanta de la Cruz.

. Un día llegó al convento la noticia de que acaba- ban de suspenderse las operaciones, porque el gene- ral en jefe iba á regresar á la Península en el pri- mer correo.

La noticia fué cierta; desde entonces se paraliza-

¡LA guerra! 223

ron los trabajos de avance, y se supo que era un hecho el regreso del general.

Por consejo del doctor, yo debía regresar en aquel correo, porque la curación completa de mi herida sería larga y exigía el uso de aguas termales. Me autorizó el médico para salir á la calle. Y desde la tarde de la autorización procedí á activar los prepa- rativos del viaje.

Quise dar antes un adiós á los alrededores de Ma- nila, en las tardes que me dejaban libre las ocupa- ciones preparatorias de marcha. Volví solo á reco rrer en coche las aromáticas calzadas orilladas por chalets y verjeles encantadores. Bajé al hospital emocionado un mediodía, crucé todas las salas don- de el dolor y la interminable vigilia de días y no- ches revolvía desasosegados los cuerpos. Volví á mi antiguo cuartucho amparador de renovadas desdi- chas. Observé que dormía sudoroso y jadeante el nuevo enfermo y me retiré sin hacer ruido, viendo los nudos rojizos de las maderas de la ventana que, al igual que á mí, miraban al dormido herido como pupilas implacables y sangrientas que, sin pestañear, lloraban lagrimones de resina.

Al anochecer volvía invariablemente á lo largo del Malecón, y siguiendo en turno la hilera de los coches entraba en el paseo y veía pasar los sem- blantes animosos de la excesiva concurrencia de uno á otro extremo del macizo central, entretanto

224

RICAEDO BURGUETE

que en el kiosco la música tocaba alegres sonatas. Destacábanse en el puerto como estrellas de colosal magnitud los farolillos de los barcos. Allí estaba el «León XIII > que nos había de conducir, y entre las densas sombras apenas si se dibujaba como enorme y confusa masa un escorzo del transatlántico.

Ni una hoguera alumbraba como otras veces las costas de Cavite, y dando la vuelta al paseo, sobre la plazoleta donde se habían efectuado los fusila- mientos, pesaba un silencio de contrición indesci- frable y misterioso.

Vuelto al convento, de noche nos reuníamos en torno de la mesa y, complacidos los hermanos con nuestro apetito y buen humor, esforzábanse con ale- gres ojos por aparecer severos cuando la conversación abusaba del opoponax y de la tibia y rosada carne de Eva.

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XVIII

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Muy temprano una maña- na misa en el templo, y me despedí de los buenos padres, del infatigable doctor y de los compañeros del convento.

Reía el sol en la fachada del palacio y en las ventanas de mi cuarto, cuando me volví desde la calle á decir adiós á aquellas vetustas paredes que me despedían vibrando con la salmodia aflautada y melodiosa que entonaban las voces del órgano dentro de la iglesia. Sentí enterne- cida gratitud al recuerdo de aquella voz familiar y conocida que, en mis mañanas de convaleciente, so- plaba en mis oídos inefables y despertadoras caricias.

FILIPINAS— 15

226 RICARDO BURGUETE

Sobre la cubierta del «León XIII», que enfilaba su proa á la salida, fui á tenderme en una silla de mimbres y desde ella contemplé por una banda el arribo de generales, plana mayor y soldados enfer- mos y heridos que iban á componer la totalidad del pasaje.

Recordé mi regreso de Cuba. En aquel viaje tam- bién llevábamos un rosario de infortunados mori- bundos. ¡Dios sabe las cuentas y sartas que dejaría- mos en el camino!

A media tarde zarpó el buque. Eché un vistazo último á Manila. ¡Cuántos sucesos en poco más de medio año!

La población amurallada daba al espacio las to- rres y las cúpulas de las iglesias. Más á la izquierda, el fulgor de la techumbre de zinc del hospital hirió mi vista, y el resplandor de fuego de su techo me pareció reflejo del infortunio que en aquellas horas abrasaría á los cuerpos ensangrentados de los heri dos. Más lejos y á la derecha, las blancas tapias del cementerio de Paco trajeron á mi memoria el re- cuerdo de mi buen amigo Arguelles, dormido en el fondo de un nicho, frente por frente á la ruta de correos de la patria que nunca tuvo esperanza de volver á pisar.

Atravesaba el barco la bahía y á la vista de los lugares conocidos se evocaban los sucesos. Ya no era perceptible Manila. Ahora dejábamos á nuestra

ILA GUERRA.1 227

derecha la ensenada de la Pampanga. Recordé la casita del señor N... su enfermedad, sus presagios, y se me aparecieron las figuras llorosas y enlutadas de las huérfanas. ¿Qué habría sido de ellas?

La cordillera de Bataán surgió á mi vista. Recor- dé mis primeras jornadas á lo largo y á través de aquella sierra abrupta.

Cuando anochecido doblamos la punta de Mari- veles dejando á la izquierda la isla del Corregidor, me incorporé para dar un adiós á la la playa occi- dental que se dilataba hasta perderse de vista. Ba- gac, Morón eran puntos apenas perceptibles á los sentidos, pero el recuerdo los descubre claros en la imaginación. Acudió á mi pensamiento la visión del madero, empotrado en las arenas y besado por las olas, que guardaba los cuerpos de los soldados muertos de mi compañía. Náufragos de la vida, to- dos, protector y protegidos, dormían en apretado haz el sueño eterno y recibían con las intermiten- cias de la marea el beso consecuente é inolvidable de las piadosas aguas.

Como en Cuba, todo el Archipiélago lo salpicaban tumbas que tampoco tenían en la patria un monu- mento de recuerdo. El olvido de las víctimas glorio- sas que encerraban Joló, Mindanao y todo el Archi- piélago desde su conquista, pesaría por igual sobre los sacrificados en la presente campaña.

El viento y las aguas besarían en adelante las

228 RICARDO BURGUETE

tumbas removidas en la tierra de los bosques y en las arenas de las playas.

Quedó esfumada la costa. Entrábamos en pleno mar de la China, y el «León XIII» cruzaba soberbio el mar ligeramente ondulado y hendía entre espu- mas las olas indolentes y desidiosas.

XXIX

Toda la navegación fué para triste y penosa. Imposibilitado de bajar, sin riesgo, á los puntos de escala, distraje mi soledad con los recuerdos en las largas paradas que el barco hizo en los puertos para proveerse de carbón.

Las tres últimas semanas de navegación las hice su- mergiendo alternativamente mis miradas de triste- za en el mar y el espacio. Durante tres noches vino á mortificarme un mismo sueño que acabó por atormentar mi imaginación durante el día.

Soñé la primera vez, después de asistir una noche

2a0 RICARDO BURGUETE

á la triste ceremonia de lanzar al agua á un pobre empleado que había muerto devorado por las fie- bres y la anemia contraídas en el país , tras lardos años de trabajos.

Entre sueños veía á mi amigo Arguelles y al Sr. N... que por igual me mostraban la realidad de sus profecías, que yo motejé de pesimismos.

Todos los esfuerzos habían sido inútiles y estéril toda la sangre vertida. La metrópoli se engañó á misma; apagó los resplandores de la guerra aparen- temente y por desidia dejó un rescoldo, que soplado por extraños vientos, propagó el incendio á todas las islas. Ya no era nuestro el Archipiélago. La na- ción, viendo vecina la catástrofe, abandonó su sobe- ranía y con un «sálvese quien pueda» abandonó á sus hijos.

Pocos habían logrado escapar y la mayoría, olvi- dados de la nación, arrastraban en poder de los in- dios una vida miserable, de esclavitud cambiada, á diario, en muchos por la muerte. Veía entre sueños la casita del Sr. N... reducida á cenizas. El pobre viejo medio moribundo sentábase entre los calci- nados leños... Sus hijas... ¡Oh! sus hijas se las lle- varon las partidas y no había vuelto á saber de ellas. En alas del sueño recorría todos los lugares por frecuentados... Era otro país para mí, otra tierra sobre la que restos de un ejército harapiento, abando- nado y vencido trabajaban sin descanso, sometidos

¡LA guerra! 231

al palo del vencedor que les exigía reconstituir las rainas. Sobre las torres, donde otras veces se alzó ufana y gloriosa la bandera patria, flotaba al aire la del Katipunan, izada entre lágrimas y golpes por aquellos mismos temblorosos cuerpos de esqueleto que un día, por alzar la enseña de España, die- ran gustosos al pie de aquellas mismas torres la sangre de sus venas. Sobre las abiertas cicatrices marcábanse los cardenales de los golpes con que los verdugos sacudían la extenuación ó la resisten- cia de aquellos pelotones astrosos en que se mez- claban por igual jefes, oficiales y soldados... No ba- bía redención posible ni esperanza. La crueldad de los verdugos aumentaba al saber el abandono en que la nación dejaba á aquellos infelices. Cuando su patria los abandonaba, ¡sabe Dios en qué forma los había reclutado! ¡Abajo aquella horda! A exter- minar aquellos montones de carne abandonados por los suyos...

Invariablemente me despertaba del sueño una aguda indignación. ¡España! ¡España! recordaba el grito entusiasta de las tropas, volviendo del comba- te á orear las pilas de los muertos y las sienes ardo- rosas de los heridos. No era posible. Pero á fuerza de soñar durante tres noches consecutivas, despier- to, tuvo para la horrible historia fuerza y fijeza de presagio. No, no era posible. Pasaban por mi imaginación los esfuerzos hechos por España para

232 RICARDO BURGUETE

conquistar al cabo de cuatro siglos el Archipiélago. Recordaba todas las expediciones: la de Magallanes, la segunda de Loaisa, la de Saavedra dispuesta para salvar el puñado de españoles supervivientes de la anterior expedición, que en un fortín de la costa de- fendían heroicamente sus vidas. Seguía á éstas la expedición de Villalobos, después la de Legazpi hasta la dominación, y tal esfuerzo ponía España en la conquista y de tal manera se reclutaban hom- bres y dineros para ir á salvar á los hermanos per- didos en los viajes, que las expediciones llegaron á tener carácter de cruzada. No empujaba sólo la co- dicia, el medro ni el negocio: la noble idea de resca- tar á hermanos cautivos abanderaba á aquellas tropas de expedicionarios, que, á poder aunar los medios con el deseo, hubieran reclutado soldados de las más ínfimas aldeas y villorrios de la penín- sula.

No, no era posible. Y en mis ratos de tristeza, re- volviéndome contra el asedio del sueño, iba á su- mergir mi mirada angustiada en el piélago inson- dable de las aguas ó en el azul diáfano del clemente cielo.

No, no era posible. Bastaba con el abandono de los muertos de Cuba dormidos en el fondo de las ciénagas, en la orilla de los caminos, en la vera de los bosques, con los que recientemente abandoná- bamos en aquellas costas del Archipiélago, y con

¡LA guerra! 233

los que al final de la campaña sembraríamos en el mar como sarta de rosario que uniese la metrópoli con la colonia de Oriente.

¿Abandonar los vivos? Jamás, jamás. El país le- gendario de las cruzadas, el que dio siglo tras siglo sangre para rescatar cautivos, ¿qué esfuerzo colosal no haría para rescatar hermanos?

La lógica y la razón borraban los deliquios del sueño y en los últimos días del viaje próximo á las costas de España, aspirando lejanas brisas saturadas en el regazo aromoso de la tierra, pensé en los feli- ces resultados de la campaña Iba esperanzado en el próximo triunfo, y decidido á sacudir sueños y delirios de enfermo, así mis muletas y una .tarde, á la vista de Cerdeña, haciendo equilibrios y pinitos me lancé... por primera vez, á pasear sobre cubierta.

XXX

Consummatum est

Ha transcurrido, para mí, el tiempo, ora breve ó largo, desde la fecha aquella en que acaecieron los sucesos y ésta en que los transcribo.

La catástrofe entrevista á través de las brumas de mis ensueños, vino al cabo. Desde la casita de cam- po enclavada en la gradería de montañas de los al- rededores de Barcelona, pergeño los recuerdos y van al papel requemados tal vez por la hoguera candente de la indignación y el entusiasmo.

Asomado á la blanca azotea de mi casa, comple- tamente curado y restablecido de mis heridas, no hay una sola tarde que, al contemplar la vasta ex- tensión de Barcelona tendida á mis pies y al llevar luego la vista al puerto erizado de mástiles y á la dilatada extensión del mar que cierra el hori- zonte, no piense en la tarde feliz de mi salida para

¡LA guerra! 235

el Archipiélago magallánico y en aquella otra ventu- rosa también de mi arribo.

Ha transcurrido para el tiempo, alternativa- mente breve ó largo, pero en la larga sucesión de días jamás faltó en mi pensamiento uno solo que no dedicara á la memoria de los compañeros que, á través de aquel mismo puerto que descubren mis ojos, por la tarde, salieron ufanos y gozosos á de- fender los derechos de una madre que tuvo la avi- lantez de vivir después de abandonarles.

Allá abajo, quedaron unos; acullá, otros; en las Indias orientales y en las occidentales; ya no era un mar: dos mares, el de Oriente y Occidente, guarda- ban en las profundidades de su albergue misericor- dioso, como sartas de un rosario, la cuenta de los muertos.

¡Españal ¡Españal:

El grito placentero que al retorno de Cuba reani- ma a los moribundos; el grito que en el Océano ín- dico hizo restallar las arterias de entusiasmo; el grito que al retorno del combate, en boca de los soldados enardecidos, iba á besar la pila ensangrentada de los muertos y las sienes ardorosas de los heridos:

¡Españal ¡España!

El grito mental de los moribundos: al pie de los parapetos; á lo largo de las ciénagas; en el fondo de los bosques; en la sentina de los buques:

¡España! ¡España!

236 RICARDO BURGUETE

El grito que calmaba los infortunios del^hospital; los de la sed; los del hambre; los de la justicia. El grito aquel, para mí, un día, delirante, un día heroi- co, ahora acude á mis oídos con una melancoKa in- finita, con un dejo de amargura y de tristeza... ¡Es- paña!... ¡España!...

Aun es tiempo. Algo le queda que hacer al país. Lo consigno en un trabajo que copio, y que conden- so en esta frase:

¡GLORIA A LOS MUERTOS!

«Toda la prensa extranjera se hizo eco de la hermo- sa ceremonia que en el campo de Saint-Privat presidió el emperador Guillermo, al inaugurar la estatua glorio- sa y conmemorativa del jd-imer regimiento de la (juar- ám.

«Conmovedora y elocuente fué la fiesta, y no desme- reció un punto de ella el discurso de Guillermo II,

«Sobre el mismo polvo que l)el)ió la sangre de los pa- sados camaradas del regimiento, el primero de la Guar- dia alcanzó el lionoi* de desfilar en caljeza; y entre los ¡/lurras! de las tropas y el estruendo de los ciento once disparos de las baterías, las gloriosas linderas del 70 y 71, al desfilar por delante de la estatua que represen- ta al arcángel San Miguel, Ijajaron las moharras hasta besar el suelo. ¡Suelo que hizo sacrosanto la sangre bendita del heroísmo!

«Digno tributo y glorioso homenaje rendido á los muertos, sin distinción de amigos ó enemigos. El em- perador acababa de decirlo en el final de su soberbio discurso:

«...Yo quiero que esta estatua, dedicada al regimien- to-escuela de los Holienzollern, alcance una significa- ción general. Sobre esta tierra empapada en sangre se alza este bronce para conmemorar la muerte de todos

iLA guerra! 237

los bravos que sucumbieron en el combate, así soldados franceses como nuestros. La muerte cubre por igual de gloria al vencedor y al vencido. Y cuando nuestras banderas se inclinen y saluden desplegadas al bronce conmemorativo, flotando melancólicamente sobre las tumbas de nuestros antepasados gloriosos, saludarán y se inclinarán también ante las de nuestros adversarios, porque este homenaje se rinde por igual á todos los bravos que sucumbieron en la lucha».

«¡Hermoso discurso! Conmovedora ceremonia que liizo subir la emoción á los semblantes y que secó brus- camente una atronadora ráfaga de disparos de cañón que apagaron por un momento los viriles y potentes ¡liurrasl de las tropas.

«Leyendo este relato ha venido forzosamente á mi imaginación el recuerdo de nuestras recientes desdi- chas, y como era lógico, con ellas ha salido eslabonada la larga sarta de todo el siglo.

«Nuestros desastres van pasando á la Historia; los muertos al olvido. Y como si la muerte no ciñera de laurel las sienes de los muertos en el campo de batalla, vencedores ó vencidos, así nosotros, al querer correr un velo sobre los desastres, tan tupido lo forja el egoís- mo, que con él cubrimos la memoria de aquellos her- manos que, en aras del deber ó del entusiasmo, é iri'es- ponsables de la mala dirección ó desdichadas condicio- nes del combate, pagaron en el campo de batalla el más sublime tributo que paga el hombi-e.

«No hay, desde la campaña de Santo Domingo hasta el presente, un solo monumento que conmemore en España el sacrificio de los que sucumbieron en nues- tras guerras civiles ó coloniales.

«Sucederá igual al presente.

«Los gobiernos que alardean de programas regene- radores, no consignan en los suyos la labor de glorifi- car en lo sucesivo la memoria de los soldados muertos. No merece entre nosotros un instante de atención esta

238 RICARDO BURGUETE

labor, con tanto ahinco emprendida por el jete de otros Estados.

«Francia conmemora en monumentos cada una de sus derrotas; y allí donde no alcanza el laurel, sirve el crespón de tributo y de recuerdo.

))Volveremos en España al olvido. A lo largo de las ciénagas, en el fondo de los bosques, á la vera de los ca- minos, dormirán eternamente los restos de los que su- cumbieron al combate; y de ellos no habrá en esta na- ción otro recuerdo, ni se les rendirá otro tributo que el que la piedad familiar rinde aisladamente, no al sol- dado, al ser querido.

))Si hemos de empezar la regeneración, démosla prin- cipio glorificando á los muertos y erigiendo un simple túmulo de perpetua memoria.

»Acuda en la nación la piedad á enmendar el olvido de un gobierno; que acometa alguien esta obra pía or- ganizando una suscripción. Y si la rudeza de los recien- tes golpes tiene adormecida á la sensibilidad nacional, emprenda el ejército solo esta tarea, porque sobrados medios tiene, y encabece esta suscripci()n, dejando un dia de haber de todas las cruces pensionadas, para con él poder glorificar la memoria de los que, perdiendo con la vida todo derecho á recompensa, sólo pueden lograr, como única y justa, vivir perpetuamente en el recuerdo de los vivos».

Cumpla cada cual con su deber en esta tarea de arrepentimiento y enmienda...

Yo he cumplido con el mío y hágole cumplir á mis hijos. A falta de monumento donde rezar y rendir tributo, hoy, mañana y siempre, por tradición,— si alcanzo á transmitir la tradición á los nietos, reza mi prole al pie de un crucifijo de redención, orlado

[LA guerra! 239

con un jirón de bandera de la patria... Rezan por los «manes» de los gloriosos muertos: por mi her- mano, por mis compañeros, por mis soldados... por España, al fin... Y el grito que una tarde enardeció á mis soldados y erizó la raíz de mis cabellos al dar sepultura bajo un sendero á los primeros muertos, en aquella lejana y sacrosanta playa, electriza á mis pequeños y les hace prorrumpir al pie de su Cristo, de su Rey y su Bandera, en el primer nombre que aprendieron á l^albucear: [España! ¡España!

Barcelona, Septiembre de 1900.

DEL MISMO AUTOR

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(diario de un testigo)

Uq tomo de más de 200 páginas, ilustrado con profusión de hermosos grabados.

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